domingo, 27 de marzo de 2016

Epístola al Margen


Te digo
Que a márgenes de un libro
Desgastado,
Antes de partir
Azogado,
Garabateó una estrofa
Que allí reposa
Con simpleza;
Así reza:

“Me niego
A perder
En el juego
Del temor
Y luego
A caer
En el fuego
Del rencor.”

—Qué decepción;
Es un desencanto, lo reitero,
Pues cierto es
Que como alma que el diablo ha hurtado
Se le vio marchar dando tumbos
En soledad
Sin siquiera vacilar
¿Qué infortunio pudo haberle acobardado?

—Escucha mi opinión,
Amigo, compañero,
¿Es que no lo ves?
Mejor decisión no pudo haber tomado;
Retirarse a nuevos rumbos
Y conservar la dignidad
Sin la mirada virar
Al pasado.

- Elohim Flores.

sábado, 26 de marzo de 2016

[La Mala Racha]


          Mientras dura la mala racha, pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la memoria: pierdo llaves, lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras, palabras. Yo no sé si será gualicho de alguien que me quiere mal y me piensa peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna distracción.

- Eduardo Galeano.

viernes, 25 de marzo de 2016

Yaguá-eté


Los radiantes pero escasos rayos solares que lograban perforar la frondosa arboleda dejaban entrever de manera intermitente, a través de las tiernas hojas bañadas de fresco rocío, un áureo y moteado pelaje que sagazmente aparecía y desaparecía cual relámpago fulgurante tras los cúmulos blanquecinos del firmamento.

La bestia acechaba por entre las húmedas zarzas y las frías sombras, imprimiendo sobre el blando lodo selvático sus huellas aberrantes. El monstruo apartaba a su paso gruesos tallos leñosos, blandas y verduzcas raíces, y enormes ramas empapadas que al ser agitadas provocaban un diluvio en miniatura. Podía presentir la presencia de su presa, pero no lograba discernir con precisión su ubicación exacta; sus sentidos, en otro tiempo agudos, le engañaban cuando más los necesitaba.

Lentamente avanzando, aquella aviesa criatura paladeaba la tensión del ambiente mientras entrecortados gruñidos felinos inundaban la atmósfera, como la sinfonía nocturna del croar de las ranas segundos antes de la tormenta

Ninguna otra bestia de la jungla había conseguido escapar jamás del azote atroz del abyecto animal, y su mera estancia en los alrededores conseguía que las habitualmente ruidosas adyacencias se sumieran en un silencio sepulcral. Las aves de mil colores acallaban su cháchara vivaz y los insectos musicales pausaban su algarabía. Todo era muerte y saña allí donde pisaba, allí donde fijaba su vista penetrante y saboreaba el terror; allí donde resoplaba con irregularidad, exhalando aniquilación.

Pese a las dificultades habituales para hallar a su presa en pleno corazón de la floresta, la criatura clavó sus penetrantes pupilas en un grupo de matorrales en donde innegablemente reposaba, siquiera momentáneamente, su incauta víctima. Los esporádicos sonidos que producía la delataban. Sigilosamente se aproximó, suprimiendo su respiración al mínimo y reduciendo anormalmente el gutural martilleo de su corazón al palpitar. Los pequeños chasquidos y zumbidos remanentes en el follaje desaparecieron, sofocados por el inevitable desenlace.

Tan súbito como calamitoso, un breve pero sonoro crujido producido por la hojarasca aplastada bajo su paso le puso vertiginosamente en evidencia. Un rápido movimiento agitó los arbustos. Y luego la calma. Frente a un lúgubre presentimiento, el hombre enfundó el sable que había estado utilizando para apartar las serpentinas lianas que descendían de las alturas, con el fin de poder manipular con la mayor maniobrabilidad posible su arcabuz. Vigilante, dirigió su salvaje mirada a todas las direcciones, en busca de la ahora mortal amenaza.

A la luz de los haces de sol que drenaban en cascada desde la copa de los árboles, resplandecían con ardor e impetuosidad las placas de hierro que recubrían su cabeza, torso y piernas; auténtica fortaleza móvil. Bañado en sudor y rocío, tiritando por la adrenalina que corría en sus venas, y congelado en su sitio, apuntaba su arma a una y otra dirección, con caótica parsimonia.

Un relámpago amarillo. Un rugido atronador. Un rayo fulminante. El cañón escupió chispas que se extraviaron entre el verde intenso, distante. Un bullicio de aves alarmadas ahogó el alarido de incredulidad proporcionado por el conquistador cuando un zarpazo le despojó del férreo manto protector del morrión. Apenas el otrora benefactor casco hubo impactado con suavidad en la musgosa tierra esmeralda, sin dar tiempo a que el hombre apagara su aullido o se desplomase de espaldas siquiera, el jaguar abrió sus fauces de par en par, y, a mitad de un gruñido de orgullo y desprecio, enterró con el vigor de milenios y firmeza indómita sus relucientes colmillos felinos en el cráneo de aquella criatura despreciable. 

En un giro de la vida, el cazador se convertía en la presa. La selva podría reposar una vez más, ahora que el monstruo había sido abatido.

- Elohim Flores.