lunes, 31 de octubre de 2016

El Festival de la Cosecha


—¿Puedes ver al espantapájaros?



            Cuando la familia Patton invitó a Thomas a cuidar la granja durante un fin de semana entero, éste apenas podía creerlo. En primer lugar, los Patton apenas socializaban con sus vecinos, y solamente hacían acto de aparición en el pueblo durante el festival de la cosecha para vender e intercambiar las enormes calabazas con las que se les acostumbraba ver llegar. En segundo lugar, una suma de dinero tan cuantiosa parecíale irreal al ser ofertada por el simple encargo de pernoctar en una granja durante un par de días, y apenas podía concebir que alguien en sus cabales fuese tan desprendido como para permitirle a un completo extraño dormir en su propia casa sin tomar precaución alguna, y no sólo esto; comprometiéndose además a proporcionarle una buena cantidad de efectivo por ello.

            Era precisamente el festival de la cosecha el que atraía nuevamente a los Patton al pueblo. El festival se extendería el fin de semana entero, y el señor Patton expresó a Thomas su preocupación sobre que alguna persona indeseable se acercase a la granja a causar estragos durante su ausencia. Cierto era que durante los últimos meses una banda de gamberros, delincuentes juveniles, había estado haciendo de las suyas en las granjas cercanas, internándose en los sembradíos para embriagarse, robando cultivos por aquí y destruyendo cercas por allá, habiendo llegado incluso al extremo de asesinar al perro guardián de los McLawrence con una honda, y posteriormente secuestrar a uno de sus caballos, abandonándolo a su suerte a unas cuantas millas de distancia de la granja. Viéndolo de este modo, Thomas encontraba completamente comprensible que los Patton anhelasen la ayuda de un joven como él para custodiar su propiedad. Sin más, aceptó la propuesta, y se presentó al día siguiente con algunos utencilios personales dentro de una mochila.

Luego de haber visitado el granero, y tras emprender un pequeño recorrido por el salón, la cocina, los baños, y cada una de las habitaciones de la casa, el señor Patton, pálido y sombrío, de pómulos sobresalientes y mirada amarillenta, se dirigió junto a Thomas a la entrada, arrastrando los pies mientras palmeaba la espalda de su nuevo empleado, y, señalando a la distancia, en dirección a un descolorido y desaliñado espantapájaros, comentó:

—La soledad puede ser aterradora, Thomas, sobre todo si vives en una vieja granja como ésta, a mitad de la nada. Pero deja a un lado las inquietudes; te dejaremos algo de compañía —y al decirlo, la enmohecida uña de su dedo índice apuntaba al viejo espantapájaros. Tras una reseca risotada, añadió, dejando entrever una desagradable hilera de dientes marchitos— Sólo bromeaba, muchacho, pero permite que te asigne una tarea especial: necesito que te mantengas al pendiente de mi amigo de paja. Mantenle un ojo encima siempre que puedas, o cuando menos hazlo cada noche, antes de dormir. Puede que este viejo pedazo de heno y lino te ocasione alguno que otro escalofrío, principalmente cuando esa empolvada camisa que lleva encima comience a danzar junto a la brisa nocturna… pero créeme cuando te digo, hijo, que las noches serían mucho más aterradoras sin él ahí.

            Thomas se rascó un poco la cabeza, desconcertado ante la insólita petición.

             —Yo... eh... está bien —se limitó a balbucear. No cabía en su cabeza qué clase de valor podía tener un viejo muñeco hecho a partir de pasto seco y retazos de trapo remendados—. Puede estar tranquilo; encontrarán la granja tal y como la están dejando —añadió.

El viejo Patton junto a su esposa, una enjuta mujer con el rostro lleno de amargura, y sus dos pequeños hijos, lívidos y demacrados, de ojos hundidos como sus padres, abordaron la destartalada camioneta aparcada frente a la vivienda, cargada con grandes y vistosas calabazas, y se alejaron con presteza, envueltos en una nube de polvo y hojas de maíz secas.



            El primer día transcurrió con relativa tranquilidad. Thomas se tomó calmadamente todo el tiempo que consideró necesario para explorar la casa entera a sus anchas. Habría querido que el refrigerador se hallase mucho más lleno de lo que realmente estaba, y la comodidad de su habitación dejaba mucho qué desear, pero en términos generales, y fuera del aburrimiento, encontró cierta tranquilidad al verse en un trabajo tan sencillo. Tras desayunar, se entretuvo unos segundos lanzando un vistazo desde la puerta. Los sembradíos eran extensos, y la vieja carretera de tierra se perdía de su vista. Los harapos del desaliñado espantapájaros ocasionalmente bamboleaban al compás de la brisa, y el sol laceraba los huertos sin piedad alguna. No había mucho qué hacer afuera, y aunque lo hubiese, no habría dado un solo paso bajo el calor abrasador del sol inclemente. El joven dejó transcurrir el resto del día intentando en vano sintonizar alguna emisora en la vieja radio de la sala.

La primera noche transcurrió con relativa tranquilidad. Thomas decidió hacer guardia durante un par de horas, sentado en la mecedora de la entrada, observando pensativo los vastos sembradíos de la familia Patton. El frío nocturno, en conjunción con el viento cortante y el despiadado brillo lunar, proporcional al ardoroso resplandor matutino, consiguió arrebatarle un par de escalofríos, y pronto consideró que no sería necesario velar con tal consagración por la integridad de aquellas tierras. Arrojó una mirada incómoda al inmutable espantapájaros y se internó en la vivienda, dispuesto a dormir temprano.

Una vez dentro, y justo cuando comenzaba a mullir una de las ásperas almohadas, el teléfono de la habitación comenzó a tintinear. Al levantarlo, una desagradable voz se escurrió a través de los minúsculos agujeros.

            —El espantapájaros, Thomas… ¿Puedes verlo?

            Thomas reconoció tras un pequeño esfuerzo al señor Patton como su interlocutor, tras lo cual expresó:

            —Buenas noches, señor Patton… ¿De qué me habla?

            —El espantapájaros… —repitió el hombre con una espesura casi repulsiva impregnando su voz— ¿Alcanzas a verlo? ¿Sigue allí, Thomas?

            El joven sentía cierto desprecio hacia las personas estúpidas, y el señor Patton definitivamente había puesto un pie dentro de dicha categoría tras hacerle esa llamada. Resignado, decidió dar una respuesta obvia.

            —Así es, señor, hace una hora estuve haciendo guardia y allí estaba, tal y como lo dejó esta mañana. Esos pequeños delincuentes no le han puesto una sola mano encima —Pero en este momento, Thomas, ¿puedes verlo? —interrumpió con tono reseco el granjero, casi haciéndole sentir a Thomas las pequeñas gotas de saliva que salían despedidas desde el otro lado de la línea—. Me refiero a este preciso instante. ¿Se encuentra en su sitio el espantapájaros? 
 
            El muchacho, comenzando a hartarse de la exagerada preocupación demostrada por un pedazo de heno atado con un viejo cabestro, asomó por la ventana y confirmó la presencia del muñeco en su acostumbrado lugar de vigilia.

            —Sí, señor Patton, puedo verlo. Allí está. Le manda saludos —mofó descaradamente. Luego, continuando, agregó— Puede estar tranquilo, señor Patton. Puedo encargarme de una pequeña banda de adolescentes alcoholizados. No hay nada qué temer. Su… espantapájaros está en buenas manos.

            —En efecto, Thomas —contestó con voz ominosa el señor Patton—. Mientras el hombre de paja te acompañe, no hay nada qué temer.

            El muchacho se mantuvo junto a la bocina durante unos segundos antes de colgar. Aquel hombre le daba mala espina, pero nada más. Era una de esas desagradables que se retraen de la sociedad y acogían su condición como parias, asumiendo todo un aluvión de conductas asociales dentro de su retorcida normalidad. Como tal, esta clase de personas resultaba para Thomas meritoria de muy poco aprecio. Deseaba ansiosamente que aquel fin de semana se esfumase volando, para poder echar mano a su paga y regresar a casa tranquilamente.

Thomas se preparó para a dormir, no sin antes tomar la decisión de asegurar puertas y ventanas por dentro. Nada ni nadie podía asegurarle que aquellos malandrines no se presentarían ebrios a altas horas de la madrugada para dar problemas, y prefería tener que ahorrarse el posible percance encerrándose en la casa, manteniendo cierto nivel de cautela, fingiendo incluso su ausencia de ser necesario. No iba a arriesgar su pellejo por unos fenómenos como los Patton.

La tranquilidad de aquella primera noche fue poco más que relativa. Los arañazos que producían las cruentas ráfagas de viento dificultaron su descanso, y el repiqueteo de alguna tabla suelta en la fachada de la vivienda lograba sacarlo de los nervios durante momentos. La casa rechinaba, la madera enmohecida gemía.
            

            La segunda noche fue un poco más incómoda. Thomas despertó con sopor al día siguiente y encendió la radio de la sala mientras se preparaba el desayuno. La interferencia seguía haciendo imposible poder disfrutar de cualquier estación, y se contentó con entretenerse observando algunas viejas fotografías sobre la despensa. Retratos lúgubres, desteñidos y ciertamente pavorosos poblaban la empolvada superficie del mueble, y hacían que el muchacho se preguntase si aquella gente sonreía en alguna ocasión.

El resto del día transcurrió con una monotonía sofocante. La casa apenas ofrecía algo de comodidad, y una nula cantidad de entretenimiento. Thomas apenas pudo preguntarse cómo era posible que los chicos Patton vivieran allí sin enloquecer por el hastío, antes de recordar sus mortuorias expresiones. Intentó barrer el polvoriento piso de madera, pero el fuerte viento del exterior hacía entrar tanta tierra como la que lograba sacar. 

            Agotado de ideas, el muchacho quiso dar un corto paseo hasta el granero, pero la desolada imagen del espantapájaros capturó su atención a medio camino. Al encontrarse cara a… cara con el muñeco, logró detallarlo con detenimiento. Portaba un sombrero de paja destejido, una camisa a cuadros descolorada que ocultaba con gran deficiencia un par de fajas de heno que actuaban como suplentes de las vísceras, y una multitud de cabestros que lo apertrechaban de un modo sumamente descuidado. Su rostro estaba hecho a partir de tela de lino a todas luces rellena de mucho más heno, y en él se encontraban bordados dos asimétricos ojos con forma de “X” sobre unos labios socarrones a medio coser. Thomas lo observó durante largo rato. Apenas habría dado dos centavos por ese montón de basura. Diablos, habría pagado para que se deshicieran de él. Decidió dejarlo en paz, y retrocedió a la casa. Antes de cruzar la puerta, no pudo evitar volver en sí y arrojar una mirada en dirección al espantapájaros. Le intranquilizaba hondamente sentirse observado por la espalda, y aquel esperpento comenzaba a ponerle la piel de gallina. Prefería haberse sentido completamente solo en aquella extensa propiedad. Decidió no volver a darle la espalda al aborrecible muñeco, por muy estúpido que esto hiciera que se sintiese consigo mismo.

El sol se ocultó sin crepúsculo. La luna salió sin romanticismo. La noche cayó con presura y pesadez.

            El teléfono repiqueteó nuevamente. Thomas lo levantó.

            —¿Señor Patton? —adivinó.

            —Escucha, Thomas… el espantapájaros, ¿continúa allí el espantapájaros?

            —Así es, señor Patton, pude comprobarlo hace unos cuantos minutos atrás… —No, escucha, Thomas, es apremiante saber si el espantapájaros se encuentra en su sitio en este momento —interrumpió el granjero con una voz que se arrastraba con esfuerzo inhumano fuera de su garganta reseca, tal y como había hecho la noche anterior.

Thomas apretó el teléfono y los dientes al unísono. Realmente no podía comprender cuánto valor podría tener un maldito muñeco de paja como para merecer tanta atención. Aquel hombre había logrado sacarle de quicio, y no podía permanecer callado.

—¡Óigame, el muñeco está bien! ¡Ni siquiera la maldita brisa ha logrado arrancarle el sombrero, y así, le aseguro, continuará hasta su regreso! —exclamó exasperado. Posteriormente, con actitud retadora, añadió— De todos modos, no comprendo quién querría un horrible espantapájaros frente a su casa. No hace más que perturbar la visión del campo. ¿Es que acaso no le da mala espina ese horrendo espantajo?

—Es que no lo comprendes, hijo —replicó el granjero mientras se aclaraba la voz—. Resulta mucho más aterradora la soledad total que la sensación de una presencia intranquilizadora. La ausencia. La imprecisión. Esas son cosas que realmente pueden helarte la sangre.

Tras despedirse y colgar, sin haber encontrado un modo cómodo de culminar la “conversación”, Thomas cerró una vez más todas las entradas de la casa sin poder evitar arrojar una mirada de soslayo a través de la ventana, observando cómo aquel despreciable espantapájaros continuaba en vela en el mismo exacto lugar de siempre. Tras esto, se lanzó furibundo a la pétrea cama, esperando que el golpe lograse dejarlo sin conciencia para evitar pensar en su estúpido empleador mientras conciliaba el sueño.

Extraños traqueteos producto indudablemente de alimañas nocturnas dirigieron la fúnebre orquesta de sus pesadillas mientras la luna lo atestiguaba todo desde su invernal palacio.
 
Crujidos de ultratumba.



            La tercera noche amenazaba con tornarse en una tormenta seca. Espesos nubarrones, negros como la ceniza habían engullido entero el día y ahora ocultaban el frío resplandor plateado de la luna; tan sólo su reverberación traía algo de claridad espectral a la granja. El mundo era gris, y se hallaba acompañado por una gélida temperatura para acompasar aquella extraña representación artística. El muchacho, hastiado, había decidido dejar pasar el tiempo con desdén e indiferencia, y apenas caer la tarde, se había recluido ya en la habitación que había estado ocupando durante aquel pesumbroso fin de semana, decidido a no salir de allí sino hasta el día siguiente. 
 
            Tirado en la cama, oscuros pensamientos y destellos oníricos comenzaron a girar sin tregua alguna en su mente, induciéndolo a un incómodo sueño. La tierra se marchitaba, y el cielo comenzaba a desteñirse. Los Patton, aparecidos milagrosamente frente a la casa, languidecían hasta postrarse sobre los cultivos de su propia granja, y lentamente comenzaban a metamorfosearse en zarzas y enredaderas que se incrustaban en el polvo y el lodo seco, entretejiéndose en una protuberancia de rostro humano que sobresalía entre calabazas deformes y putrefactas. El joven lo observaba todo con terror, pero su voz había desaparecido dentro de un espejo, y cuando quiso recuperarla, apreció pasmado cómo su rostro entero había desaparecido junto a ella. El crepúsculo lo vigilaba y sonreía burlescamente mientras emitía una extraña resonancia. Un vórtice irreal había abierto sus fauces sobre el granero y había comenzado a succionarlo, prometiendo con voz de trueno y voluntad infernal que el alma del desdichado muchacho sería la siguiente en desaparecer a través de sus torbellinos profanos. Y el espantapájaros, inmóvil… se limitaba a presenciarlo todo. Impasible. Inalterable. Inamovible.

            Eterno.

            El sonido del teléfono lo despertó. Condicionado por las noches anteriores, y cansado de discusiones infructuosas, Thomas lo levantó de la pequeña mesa en la que siempre reposaba y, mientras aún tintineaba, mecánicamente y con sopor, prediciendo el motivo de la llamada, deslizó los cortinales de la ventana mientras levantaba el cristal, provocando un desagradable chirrido en las bisagras. Asomó su cabeza con pereza, intentando lanzar una rápida oteada a los sembradíos, al tiempo en que presionaba el suave botón verde del teléfono para contestar. La añeja voz del señor Patton escapó de la bocina.

            —Thomas, ¿puedes verlo? ¿Puedes ver al espantapájaros? —La acostumbrada pregunta casi dejaba divisar cierta melodía sardónica, como si el señor Patton dejase entrever sus mohosos incisivos mientras entonaba las palabras.

            La tercera noche había amenazado con tornarse en una tormenta seca, y cumplió con su palabra. Truenos dantescos agitaban la atmósfera, y vendavales vesánicos hacían aullar lamentaciones a la vivienda entera. El granero profería lastimeros gemidos mientras gruesas y esporádicas gotas estallaban sobre su tejado. El joven apenas había reparado en el cambio climático. Y poco importaba ya.

            —Thomas… ¿puedes ver al espantapájaros? ¿Puedes verlo?

            La voz se perdía en la mente del muchacho.

            —¿Puedes ver al espantapájaros? —repitió el señor Patton.

Thomas asió el teléfono con férrea rigidez, y su mandíbula se tensó con salvajismo.

Pero Thomas no respondió. El sembradío estaba desierto.


El espantapájaros se encontraba a sus espaldas.

- Elohim Flores.

sábado, 29 de octubre de 2016

Bajo las Olas


Aquí abajo, bajo las olas,
Los rayos del sol se diluyen lentamente,
Y mientras las profundidades los engullen,
Desvaneciendo su esencia con relativa paciencia,
Miles y millones de pequeñas criaturas
Irradian su propia luz; una paranormal fosforescencia,
Realizando un hermoso baile alienígena
Al compás de los ultrasonidos
Que ondulan con intermitencia.
¿Quién necesita del contacto directo con el astro rey
Cuando tienes este lumínico espectáculo de proporciones siderales
Abrasando tu existencia?

Aquí abajo, bajo las aguas,
La imagen del cielo es diluida
Por los arrebatadores golpes
De las olas desenfrenadas,
Y las nubes desaparecen ante nuestros ojos
Convertidas en manchas difuminadas,
Pero son reemplazadas por la espuma efervescente
Que flota alegremente, y nace, y se deshace,
Creando siluetas pintorescas y serpenteantes
En la superficie resplandeciente.
¿Quién necesita del firmamento
Cuando tienes tus propios cúmulos blanquecinos
Levitando en la bóveda celeste,
Alimentando tus sueños submarinos?

Aquí abajo, bajo las olas,
La oscuridad de la noche engulle todo rastro
De vida y de muerte, de tiempo y de espacio,
Y perece con la refracción oceánica el brillo de la luz nocturna,
Abandonando a su suerte el argénteo reflejo de la hermosa luna
Que se niega a perforar la negra masa acuosa que pulula con indiferencia,
Decidiendo en su lugar reposar al vaivén de la marea;
Así que nosotros aguardamos con paciencia,
Y cuando el día cae y el sol irradia su magnificencia,
Giramos dando cara a las profundidades
Con la parsimonia que la calidez del mar acarrea,
Y las minúsculas almejas, y los infinitos granos de cristalina arena
Reflejan con radiante luminiscencia
Los rayos de luz que del cielo descienden,
Y los convierten en millones de haces resplandecientes
Que parpadean con frenesí policromo,
Deleitando nuestras pupilas
¿Quién necesita de las estrellas
Cuando cuentas con un universo de luces diamantinas,
Constantemente estallando,
Incandescente,
Poblado de mil astros refulgentes
Que acogen destellando
Tus ansias de soñar
Con el infinito más allá?

Aquí abajo, bajo las aguas,
Pasean con acostumbrada y regular tranquilidad
Cardúmenes enteros de pececillos multicolor,
Plateados como el reflejo de la luna
Y dorados como el del sol,
Rojos como la sangre
Y verdes como el jade,
Azules como el firmamento,
De impurezas exento,
Y negros como el corazón
De un indomable tifón;
Y juntos revolotean por los mares
Mientras amenazadores les rodean,
Raudos y sagaces,
Aviesos depredadores
De escamas dentadas y fauces trituradoras
Que en frenesí visceral se arrojan con saña aterradora
Contra los incautos nadadores,
Bañando con la tierna carne sus dientes
Y tornando el colorido arcoíris viviente
En un sanguinolento ciclón,
Tiñendo las salinas y cristalinas aguas
Con rubicundas partículas malva.
En las profundidades, dentro de grietas escabrosas,
Anidan, acechado atentamente,
Indecibles criaturas tenebrosas
Con filosos colmillos de aguja y señuelos fluorescentes,
Mientras extensos y majestuosos calamares
De longitud inenarrable
Se deslizan en las gélidas aguas abisales,
Y largas sierpes ancestrales
Aguardan en fosas abismales
Al paso de enormes cachalotes de proporciones bíblicas
A los que engullen con ironía, vengando a Jonás en su odisea fatídica.
Las medusas gigantes flotan sobre los arrecifes,
Bamboleándose bajo el manto de la superficie,
Y cual maravillosa, impredecible ruleta,
Sus traslúcidas masas entintadas en rosa y violeta
Filtran los rayos diurnos,
Convirtiéndolos en espectáculos a la vez centelleantes y taciturnos;
Caleidoscopios marinos
Que producen en el fondo salino
Iridiscentes reflejos
Por donde se pasean enormes y puntiagudos
Crustáceos color carmín y bermejo
De exuberantes tenazas
Y titánicas corazas
Mientras escapan de insólitos y variopintos moluscos,
Ansiosos por devorar todo aquello
Cuyos óseos picos pudieren perforar,
Dejando tras su paso ocasionales restos
Con los cuales estrellas de diez puntas y más,
Como salidas del espacio sideral,
Hacen un festín mayor a los plasmados en la cúpula estelar.
Desde cornudos y enigmáticos narvales
Hasta absurdas y alargadas anguilas infernales
Pululan en nuestras aguas a raudales
Mientras pequeñas mantarrayas aletean en cavernas espectrales.
¿Quién necesita de la monótona fauna,
En el mejor de los casos opaca y grisácea,
Asignada a vosotros por desgracia,
Cuando contamos abajo con una plétora entera
De criaturas sin iguales?

Aquí abajo, bajo las olas,
Los sonidos de la atmósfera repercuten contra la estela acuosa
De nuestro benefactor cuerpo oceánico,
Incapaces de penetrar la superficie majestuosa;
Pero a la par, nuestros mares titánicos
Bullen en una melodía hipnótica,
Suave y frenética; azulina,
Que delirante se arremolina
En las corrientes atlánticas,
Pacíficas, índicas y árticas,
Conformada por innumerables tañidos,
Chasquidos y chirridos,
De delfines joviales
Que juguetean entre corales,
Entrelazándose con lamentos lánguidos y lacónicos
De orcas y cetáceos asesinos,
Y juguetones silbidos de leones marinos,
Junto a melancólicos
Y conmovedores cantos de ballenas
Que componen una orquesta entera
De instrumentos ultrasónicos
Que emiten con perpetuidad una sinfonía
De sonidos filarmónicos,
Mientras danzan a su son las estrellas en la arena.
¿Quién necesita de vuestros ruidos estridentes
Cuando tienes para tu deleite
Un coro de ángeles y sirenas?

Aquí abajo, bajo las aguas,
No requerimos de transacciones inútiles
Ni poseemos tasas de cambio fútiles,
Pues gobierna la ley del fuerte
Sobre la ley del inerme,
Y aún sin quererlo acumulamos a raudales
Riquezas y tesoros incontables,
Y en nuestro lecho abundan
Poríferos de esmeralda, cual rubíes corales,
Langostinos de zafiro
Y brillantes caracolas de citrino.
Coágulos y entrañas carmines
Vuelan durante cruentos festines
Entintando el mar de amatista
Hasta donde puede alcanzar la vista,
Y en el centro de este paraíso estelar,
Yace hermética, gigante, sin par,
Ciclópea, monumental,
La más formidable de las ostras
Con la más nacárea presencia bajo las olas,
Resguardando en sus entrañas
La más refulgente y celestial
Perla de colores rubicundos; púrpura y grana,
Que irradia a las cuatro mareas
La perfección y belleza de la vida en el mar.
Incluso uno o dos de vuestros cofres,
Repletos de monedas, oro, cobre
Y plata por igual,
En alguna garganta abandonada se podrían encontrar,
Reposando de vuestro mando y de vuestras manos,
Mas, ¿quién necesita de vuestros metales mundanos
Que en las aguas perecerán
Olvidados,
Oxidados,
Cuando poseemos gemas vivas,
Fugitivas,
Que a su vez otras mil joyas engendrarán?

Aquí abajo, bajo las olas,
Carecemos de esas leñosas columnas vegetales
Que se elevan en pos de la luz solar y el firmamento,
Incrustando sus ávidas raíces a modo de cimientos
En el suave y húmedo lodo
En busca de nutrientes para su inagotable crecimiento;
En su lugar se extienden aquí acres enteros
De danzantes algas que ondulan
Cual serpientes en un delirante intento
Por escapar del fondo del mar,
Extendiéndose frenéticamente
Y eclipsando el reflejo solar.
A su lado corren campos de coral
Recorriendo el lecho marino cual manto floral,
Dibujando y esbozando enigmas y espirales;
Ignotas siluetas y mágicos pictogramas irreales
Sobre los que se desplazan de un lado a otro
Pequeños y vivarachos cardúmenes
De pulpos y calamares.
¿Quién necesita de vuestros bosques y vuestras junglas,
De vuestras estériles llanuras y vuestras tundras
Y de vuestras selvas y arboledas,
Cuando tienes cobijándote bajo sus sombras,
Y tapizando todo cuanto tu vista abarca,
Hiedras marinas y oceánicas enredaderas,
Arrecifes colosales y fusiformes algas,
Y anémonas asesinas en fosas traicioneras?

Aquí abajo, bajo las aguas,
No necesitamos de vuestros tan preciados artilugios,
Depósitos de nuestro repudio;
Artefactos sintéticos de atroces diseños--
Y aún así os empeñáis en bombardear nuestros dominios
Con vuestros tóxicos, trágicos desechos;
Aberrantes esbirros de ingeniería,
Despreciables fragmentos de vuestra imaginería;
Y a ellos damos mil usos-- ¡Aún con lo vuestro os aventajamos!,
Y los titánicos envases de madera con los que os desplazáis
Sobre las mareas espumosas,
Y las metálicas marsopas
Dentro de las cuales invadís nuestro reino cristalino,
E imprudentes acecháis
Por entre las corrientes y los oleajes opalinos,
Caídos bajo la acción de tormentas y tifones,
Tempestades y hecatombes,
Desteñidos, desvencijados,
Yacen ahora en las gélidas profundidades, helados,
Tornados en fortalezas para nuestros habitantes,
Monumentos a la victoria rutilante
De nuestro acuático mundo sobre el vuestro,
Entonando las letanías de nuestros ancestros.
Compañía nos hacen a menudo,
Profiriendo desgarradores gritos mudos,
Incontables osamentas-- armazones y esqueletos,
Restos fúnebres y sonrientes, petulantes; pestilentes,
Testigos del horror de las fosas submarinas,
Y otros más-- cenagosos espectros
De otra tierra, otra estrella,
Espantosos remanentes, aulladores; penitentes,
Errabundos, vagabundos, ambulantes fantasmales
Que recitan atiplados las sonatas de otras tierras; otros males.
Incluso uno de los vuestros os ha abandonado-- ha desertado,
Y reside silencioso en un trono coralino, impasible y sosegado,
Con piel de cobre y pies de plomo ataviado,
Cabeza herrada y rostro silíceo, enrejado,
Enmohecido y carcomido, atascado
Entre almejas y percebes,
Lóbrego y desamparado, condenado
A la eterna paz de ultramar,
Oteando sempiternamente el horizonte al más allá,
Velando por su imperio submarino,
Apertrechado entre pilares nacarinos,
Silente y solemne; recuerdo solitario de otro mundo-- uno inmundo.
“El rey bajo las olas”, le decimos,
“Monarca inmortal”, otros más;
Escultura desolada entre el nunca y el jamás.
¿Quién envidiaría entonces vuestra civilización,
Apoteosis de la destrucción,
Anatema de la muerte,
Alma de la perdición?
Aún cuanta basura nos habéis legado
Encuentra en nuestras aguas, ausente en su nacer, significado,
Y poético reposo, eterno descansar
De ese mundo rencoroso,
En las aguas siempre etéreas de la mar.
De invadir estos, nuestros reinos,
Desistid pronto del intento--
¡Vade retro!

Aquí abajo, bajo las olas,
Tenemos desiertos de sal y de almagre
Hasta donde la vista puede alcanzar,
Y fumarolas termales que hacen hervir la piel y sangre;
Apenas hay ser vivo que las pueda soportar.
Tenemos también montes, picos y montañas; les llamamos islas;
Alguna intrépida tortuga las ha llegado a escalar.
El fondo de vuestros glaciales es la cumbre de los nuestros,
Y poseemos ciénagas y pantanos de arenas movedizas,
Y aguas negras, abundantes en criaturas ponzoñosas y huidizas.
¿Quién, decidme entonces, si podéis,
Con vuestro mundo soñaría,
O siquiera algo de éste anhelaría,
Si el nuestro está provisto de las más vistosas maravillas
Que mente alguna idearía?

… Los habitantes de la superficie jamás lo entenderían.

- Elohim Flores.
 12/15-10/16


Si hay algo bueno en este mundo, es transformarse en un submarino y espiar el silencio del mar.

- Francisco Massiani.