El tiempo se
ralentiza y los movimientos parecen detenerse. Una amplia ráfaga líquida se
encuentra en pleno proceso de colisionar contra mi espalda; alguien está arrojando
el frío contenido de un vaso de té helado sobre mis hombros. Un primer joven,
alto, de facciones delgadas y ojos claros, con una de las mejillas desfigurada,
se encuentra suspendido en el aire, a mitad de una caída que promete ser
estrepitosa. Frente a él, un individuo con el que probablemente comparte edad,
con el rostro de incredulidad que suele suceder a una acción impulsiva y el
brazo extendido, con el puño cerrado en el extremo correspondiente del mismo,
contempla absorto. El hombro ligeramente flexionado tras haber impulsado un
golpe en dirección al sujeto temporalmente flotante indica que el puño
perteneciente a dicha extremidad acaba de impactar en su hasta ahora sardónico
y (también hasta ahora) bien parecido rostro. El segundo individuo soy yo.
Me percato de
que acabo de involucrarme en una pelea de la que es absolutamente improbable
poder salir victorioso, mas no logro comprender algo de vital relevancia: ¿cómo
llegué a esta situación? Antes de poder detenerme analizar dicha consideración,
el tiempo se reanuda.
Los cubos de
hielo del té vertido sobre mi espalda golpean toscos pero inofensivos, y el
frío líquido me hace reaccionar al recorrer gélidamente los parajes externos de
mi columna vertebral. Quienes me rodeaban se precipitan a mi dirección con la
clara intención de retenerme en el lugar. Dudo que sus propósitos sean
pacíficos, y ya que son todos desconocidos, logro sospechar (por descarte) que
son amigos de mi adversario. Al dirigir mi atención a él nuevamente, consigo
apreciar a sus pies una pequeña tapa plástica que gira como una peonza, proclamándose
como mi cómplice y compartiendo la culpabilidad del derrumbamiento que con toda
certeza ocasionó cuando éste resbaló tras recibir el golpe propinado por mí. La
caída será fuerte. Diagonal a nosotros, una chica de cabello entintado en
carmín y el rostro desprovisto de sus colores que retrata a la perfección a un
pálido fantasma de ultratumba bañado en sangre se lleva las manos al rostro con
una clara expresión de sorpresa. La perplejidad que refleja y la mía son
gemelas.
Una de las
personas que me rodean me da rápido alcance, y sujeta mi brazo izquierdo con
férreo tesón. Con rapidez predigo el futuro desenvolvimiento de la situación.
El sonido producido por el peso muerto de mi contrario al alcanzar el culmen de
su caída se me asemeja al que tendría una maceta llena de fertilizante
despedazándose al caer sobre tierra húmeda. Este sonido sordo es seguido por
una marejada de alaridos, clamores, improperios, abucheos y vituperios que
inundan el ambiente. La chica moldea su perplejidad y logra transformarla en
una manifestación de terror que llega a mis oídos con total claridad. Sin darle
una segunda oportunidad al pensamiento, utilizo todas mis fuerzas para zafarme
exitosamente de mi captor, y comienzo el tortuoso proceso de fuga. Los
compañeros del joven que ahora se incorpora emprenden mi persecución. El tiempo
se congela nuevamente.
En este pequeño
momento de calma, mientras lucho por abrirme paso entre la multitud que
comienza a congregarse, logro recuperar la pregunta que me asaltaba segundos
atrás: ¿cómo he llegado a esta coyuntura? ¿Cómo pude haber terminado de este
modo? Suspendido en el tiempo, logro rebobinar sin mayor dificultad mis
recuerdos en busca de la tan ansiada respuesta.
¿Cuál fue la
decisión que me empujó a esta tan… particular vertiente de sucesos? Rápidamente
la hallo: tuve el atrevimiento de aventurarme a intentar interpretar el papel del
príncipe azul. Lamentablemente, esta respuesta sólo acarrea muchas más
interrogantes. ¿Puede un sapo embarcarse en una aventura de caballería y
hacerse con el título de príncipe sin
más? ¿Puede el verde tornarse en azul? ¿No era requisito previo acaso el
cautivador beso de una princesa? y, ya que estamos en eso, ¿en dónde se
encontraba en aquellos precisos instantes la tan requerida damisela en apuros?
Si algo existía que fuese más ineficiente que un batracio plebeyo, eso era una
damisela libre del más mínimo peligro. ¿Había posibilidad de alcanzar la tan
preciada realeza con un elemento de la ecuación ausente? ¿No era acaso
indirectamente culpable de la condición animalesca de su salvador aquella doncella
que se negaba rotundamente a hacer acto de vulnerable presencia?
Sea cual sea el
caso, y tal como apuntan las cosas, el sapo no hace más que intentar salvar su
propio pellejo en estos momentos (y con total honestidad, a nadie, sea rana o paladín,
le importaría poco más que escapar de una turba furiosa en una situación
similar).
El tiempo vuelve
a su curso natural, y una enérgica tirada en el cuello de mi camisa logra
tirarme de espaldas, haciéndome provocar, en respuesta al de mi enemigo un par
de minutos atrás, un sonido similar al de un globo que estalla debajo de una
alfombra. Dos o tres de mis persecutores se abalanzan sobre mí, y un torrente
de golpes y manotazos diluvia sobre mi torso. Mientras cubro mi rostro y siento
a mis costados las patadas de otros agresores que se suman al festín, alcanzo a
observar cómo mi recién adquirido némesis se acerca, acariciándose los
nudillos. ¿Dónde está, pues, mi damisela en apuros? Porque en ningún momento he
mencionado que no existiese damisela alguna; sólo he comenzado a dudar de que se
haya encontrado realmente en peligro (o cuando menos, en uno mayor al que yo
corro en este instante). La observo a la distancia, ahogando aún la sorpresa
aparentemente indeleble de su rostro con ambas manos.
Puedo sentirme
levitar, y paréceme adquirir la capacidad de observarme desde las alturas,
mientras el grupo enardecido preda sobre mis despojos, como una bandada de aves
carroñeras. A pesar de la paliza de la que soy víctima, me veo sonreír por
algún motivo desconocido, y luego consigo observar desde este plano elevado
cómo en mi rostro, cubierto a medias, la marca de la interrogante se posa una
vez más. Esa pregunta no deja de orbitar insistentemente los pensamientos del
pobre hombre sonriente y golpeado. Esa pregunta… ¿Cuál era?
Ah, sí… ¿Cómo
llegué aquí?
- Elohim Flores.
08/16