miércoles, 11 de abril de 2018

La Necesidad de la Normativa Consensuada en la Lengua [Ensayo]


          El mundo civilizado, la sociedad humana y cada uno de sus sistemas e individuos se encuentran regidos por una extensa sucesión de reglas y cánones frecuentemente impuestos mediante vías políticas o religiosas, y en otras oportunidades conformados por consenso social y transformados en costumbre. Trátese del origen y la fuente de la que se trate, las normas impregnan la vida del hombre desde su nacimiento hasta su muerte, y es tarea de éste ajustarse tanto como le sea posible a ellas so pena de verse marginado por el grueso de la población que se ciñe a ellas.

            Si bien las normas representan instrumentos perfectos para el dominio y control de las masas por parte de quienes se mantienen al mando del poder y desean perpetuarse en él, la inmensa mayoría de éstas cumplen con la funcionalidad de mantener aceitados y resguardados los engranajes que ponen en marcha al mundo tal y como lo conocemos. El ser humano compone las filas de una especie tan caótica por naturaleza, que debe en parcial (o total parte) el orden, eficacia y bienestar de de la organización de sus comunidades (y los distintos microsistemas que las componen) a las normas que las rigen. Después de todo, y tan lamentable cmo pueda resultar esta aseveración, los barrotes de una jaula no sólo cumplen con privar de su libertad al ave, sino que a la vez la mantienen a salvo de una muerte segura en el exterior; y si bien las normas se encuentran allí para cercenar el brazo de quien se atreva a extenderlo fuera del enrejado, también evitan que éste sea arrancado por los individuos que ansiosamente esperan a que asome para devorarlo en la oportunidad que se les presente.

           Aunque esta dicotomía entre los beneficios y perjuicios de una existencia de la normativa pueda conducir al deseo de destrozar las cadenas opresoras y confiar ciegamente en la volición del individuo, autónoma, desligada de preceptos, para la conducción de una civilización emancipada y libre de reglas impuestas y autoimpuestas, resultaría sumamente perjudicial descender a un anarquismo en el cual los intereses personales acabarían superponiéndose irrestrictamente hasta desembocar en un pandemónium inevitable. En cambio, es posible y mucho más viable adaptarse, si bien no a la normativa absoluta, forzada y arbitraria, a las normas mucho más maleables establecidas bajo consenso, bajo consentimiento colectivo.

             Cierto es que una aceptación generalizada producto de la “no negación”  de un acuerdo (esto es, un consenso) dista de aproximarse a una regulación óptima y justa, y que, tal y como comentó David Held, un acto consensual puede deberse o bien a “la ausencia de posibilidades de escogencia”, o bien a “la falta de voluntad o la incapacidad de imaginar algo distinto a lo existente”, por regla general (y lo afirma Aristóteles en su Ética nicomáquea) lo acostumbrado y mantenido por la sociedad de manera consensuada no sólo mantiene siempre una vigencia constantemente activa producto de los beneficios con los que se ven obsequiados quienes lo perpetúan, sino que también se desarrolla, se adapta y evoluciona de acuerdo a las necesidades siempre cambiantes de los mismos. De esta manera, existe la posibilidad de ceñirse a un conjunto de normas y reglas nacidas bajo la conformidad de gran parte de la población de cualquier sociedad dada.

        Dicho lo anterior, resulta penitente señalar que el lenguaje, como uno de los muchos sistemas subyacentes en la sociedad, se halla expuesto también a una inmensa cantidad de reglas tanto impuestas como consensuadas, y quizás no haya mejor manera de ejemplificar lo expuesto en el párrafo anterior que con el idioma español.

             Ciertamente, el español se encuentra “regentado” por la Real Academia Española, autodenominada autoridad absoluta sobre la normativa léxico-gramatical de la lengua española. Al mismo tiempo, para desventura de la RAE y muy a pesar de sus esfuerzos, el español (al igual que las otras lenguas) fluctúa de manera impresionantemente dinámica y escapa continua e irremediablemente de las garras reglamentaras académicas. Esto provoca que los evidentes fines hegemónicos de la normativa de la RAE se vean frustrados, mas se corre el peligro también de desencadenar un deterioro y erosión sumamente perjudiciales para la lengua española. Como en cualquier otro caso, los cánones y preceptos no sólo restringen y amenazan con asfixiar al objeto reglamentado, sino que también aseguran hasta cierto punto su preservación. El uso generalizado del idioma, por su parte, lo mantiene con vida y en perpetuo rejuvenecimiento pero lo sumerge en el peligro del caos y el desorden, los cuales pueden conducir a una total entropía.

              Así como la función de cualquier ciudadano es la de permitir el desarrollo de la sociedad en la cual se desenvuelve, y el individuo que no acate siquiera mínimamente las normas de conducta y comportamiento o, de manera más concisa, la ley, se ve execrado por sus semejantes debido a la nocividad que encarna para ellos y para sí mismo, el papel del sistema de la lengua es el de la comunicación, y así como necesita de libertar para pervivir y sobrevivir al paso del tiempo (recordando que lo rígido se fractura sin dificultad alguna), requiere de igual modo e innegablemente de una estructura en menor o mayor medida estable que le permita mantener cierto nivel mínimo de coherencia léxico-gramatical para que siga cumpliendo del mejor modo posible su tarea comunicativa. Es necesario evitar que la normativa diseque en vida a la lengua española y que los usos descuidados alcancen un nivel en el cual el mensaje lingüístico se vea completamente impedido o lisiado.

          Finalmente, el desacuerdo es otra de las mayores características humanas, y, según Jacques Rancière, éste no nace del conflicto entre el blanco y el negro, sino de entre diversas tonalidades de blanco que no logran coincidir bajo el concepto de blancura. Por lo tanto, es posible encontrar un consenso dentro de las discrepancias y un equilibrio entre la libertad suficiente para la pervivencia del español y la rigidez necesaria sólo para que la silueta del mismo no se diluya lo bastante como para permitir su desintegración. Ha llegado el momento, pues, de anormalizar lo normalizado, para permitir que se renormalice.

- Elohim Flores.
03/18

martes, 10 de abril de 2018

[Altazor o el Viaje en Paracaídas- Prefacio]


Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor.

Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.

Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables que la noche.

Amo la noche, sombrero de todos los días.

La noche, la noche del día, del día al día siguiente.

Mi madre hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer. Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de navíos lejanos.

Una tarde, cogí mi paracaídas y dije: «Entre una estrella y dos golondrinas.» He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae.

Mi madre bordaba lágrimas desiertas en los primeros arcoiris.

Y ahora mi paracaídas cae de sueño en sueño por los espacios de la muerte.

El primer día encontré un pájaro desconocido que me dijo: «Si yo fuese dromedario no tendría sed. ¿Qué hora es?» Bebió las gotas de rocío de mis cabellos, me lanzó tres miradas y media y se alejó diciendo: «Adiós» con su pañuelo soberbio.

Hacia las dos aquel día, encontré un precioso aeroplano, lleno de escamas y caracoles. Buscaba un rincón del cielo donde guarecerse de la lluvia.

Allá lejos, todos los barcos anclados, en la tinta de la aurora. De pronto, comenzaron a desprenderse, uno a uno, arrastrando como pabellón jirones de aurora incontestable.

Junto con marcharse los últimos, la aurora desapareció tras algunas olas desmesuradamente infladas.

Entonces oí hablar al Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso, como un ombligo.

«Hice un gran ruido y este ruido formó el océano y las olas del océano.

»Este ruido irá siempre pegado a las olas del mar y las olas del mar irán siempre pegadas a él, como los sellos en las tarjetas postales.

»Después tejí un largo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno; los días que tienen un oriente legítimo y reconstituido, pero indiscutible.

»Después tracé la geografía de la tierra y las líneas de la mano.

»Después bebí un poco de cognac (a causa de la hidrografía).

»Después creé la boca y los labios de la boca, para aprisionar las sonrisas equívocas y los dientes de la boca, para vigilar las groserías que nos vienen a la boca.

»Creé la lengua de la boca que los hombres desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar... a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador.»

Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto.

Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo.

Mi paracaídas se enredó en una estrella apagada que seguía su órbita concienzudamente, como si ignorara la inutilidad de sus esfuerzos.

Y aprovechando este reposo bien ganado, comencé a llenar con profundos pensamientos las casillas de mi tablero:

«Los verdaderos poemas son incendios. La poesía se propaga por todas partes, iluminando sus consumaciones con estremecimientos de placer o de agonía.

»Se debe escribir en una lengua que no sea materna.

»Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte.

»Un poema es una cosa que será.

»Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser.

»Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.

»Huye del sublime externo, si no quieres morir aplastado por el viento.

»Si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco.»

Tomo mi paracaídas, y del borde de mi estrella en marcha me lanzo a la atmósfera del último suspiro.

Ruedo interminablemente sobre las rocas de los sueños, ruedo entre las nubes de la muerte.

Encuentro a la Virgen sentada en una rosa, y me dice:

»Mira mis manos: son transparentes como las bombillas eléctricas. ¿Ves los filamentos de donde corre la sangre de mi luz intacta?

»Mira mi aureola. Tiene algunas saltaduras, lo que prueba mi ancianidad.

»Soy la Virgen, la Virgen sin mancha de tinta humana, la única que no lo sea a medias, y soy la capitana de las otras once mil que estaban en verdad demasiado restauradas.

»Hablo una lengua que llena los corazones según la ley de las nubes comunicantes.

»Digo siempre adiós, y me quedo.

»Ámame, hijo mío, pues adoro tu poesía y te enseñaré proezas aéreas.

»Tengo tanta necesidad de ternura, besa mis cabellos, los he lavado esta mañana en las nubes del alba y ahora quiero dormirme sobre el colchón de la neblina intermitente.

»Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas.

»Ámame.»

Me puse de rodillas en el espacio circular y la Virgen se elevó y vino a sentarse en mi paracaídas.

Me dormí y recité entonces mis más hermosos poemas.

Las llamas de mi poesía secaron los cabellos de la Virgen, que me dijo gracias y se alejó, sentada sobre su rosa blanda.

Y heme aquí, solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos.

Ah, qué hermoso..., qué hermoso.

Veo las montañas, los ríos, las selvas, el mar, los barcos, las flores y los caracoles.

Veo la noche y el día y el eje en que se juntan.

Ah, ah, soy Altazor, el gran poeta, sin caballo que coma alpiste, ni caliente su garganta con claro de luna, sino con mi pequeño paracaídas como un quitasol sobre los planetas.

De cada gota del sudor de mi frente hice nacer astros, que os dejo la tarea de bautizar como a botellas de vino.

Lo veo todo, tengo mi cerebro forjado en lenguas de profeta.

La montaña es el suspiro de Dios, ascendiendo en termómetro hinchado hasta tocar los pies de la amada.

Aquél que todo lo ha visto, que conoce todos los secretos sin ser Walt Whitman, pues jamás he tenido una barba blanca como las bellas enfermeras y los arroyos helados.

Aquél que oye durante la noche los martillos de los monederos falsos, que son solamente astrónomos activos.

Aquél que bebe el vaso caliente de la sabiduría después del diluvio obedeciendo a las palomas y que conoce la ruta de la fatiga, la estela hirviente que dejan los barcos.

Aquél que conoce los almacenes de recuerdos y de bellas estaciones olvidadas.

Él, el pastor de aeroplanos, el conductor de las noches extraviadas y de los ponientes amaestrados hacia los polos únicos.

Su queja es semejante a una red parpadeante de aerolitos sin testigo.

El día se levanta en su corazón y él baja los párpados para hacer la noche del reposo agrícola.

Lava sus manos en la mirada de Dios, y peina su cabellera como la luz y la cosecha de esas flacas espigas de la lluvia satisfecha.

Los gritos se alejan como un rebaño sobre las lomas cuando las estrellas duermen después de una noche de trabajo continuo.

El hermoso cazador frente al bebedero celeste para los pájaros sin corazón.

Sé triste tal cual las gacelas ante el infinito y los meteoros, tal cual los desiertos sin mirajes.

Hasta la llegada de una boca hinchada de besos para la vendimia del destierro.

Sé triste, pues ella te espera en un rincón de este año que pasa.

Está quizá al extremo de tu canción próxima y será bella como la cascada en libertad y rica como la línea ecuatorial.

Sé triste, más triste que la rosa, la bella jaula de nuestras miradas y de las abejas sin experiencia.

La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer.

Vamos cayendo, cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir y dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo.

Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del cenit al nadir porque ése es tu destino, tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra.

Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.

Ah mi paracaídas, la única rosa perfumada de la atmósfera, la rosa de la muerte, despeñada entre los astros de la muerte.

¿Habéis oído? Ese es el ruido siniestro de los pechos cerrados.

Abre la puerta de tu alma y sal a respirar al lado afuera. Puedes abrir con un suspiro la puerta que haya cerrado el huracán.

Hombre, he ahí tu paracaídas maravilloso como el vértigo.

Poeta, he ahí tu paracaídas, maravilloso como el imán del abismo.

Mago, he ahí tu paracaídas que una palabra tuya puede convertir en un parasubidas maravilloso como el relámpago que quisiera cegar al creador.

¿Qué esperas?

Mas he ahí el secreto del Tenebroso que olvidó sonreír.

Y el paracaídas aguarda amarrado a la puerta como el caballo de la fuga interminable.


-Vicente Huidobro.