La
campana emite once repiqueteos. Son las once de la noche.
Ingreso
a la sala y la puerta cierra con un crujido a mis espaldas. El anciano aguarda
impávido frente al umbral. La segunda puerta, enmohecida, se presenta frente a
mí como el sepulturero de mi propio entierro. No dista demasiado de la
realidad. Soy un hombre muerto, después de todo. Un hombre muerto que intenta
escapar de su propio ataúd.
—Así
que te has presentado —ríe el viejo descarnado mientras sus desdentadas encías
lucen la sorna del escepticismo. A la tenue luz de la mustia vela entre sus
manos, aquella sonrisa arroja un baile de sombras macabro que representa
desvergonzadamente, en las paredes carcomidas por la humedad, una tragedia
ditirámbica que se encuentra presta a materializarse en cualquier momento.
—Conoces
las reglas. Bajo ningún término permitas que la llama se apague. Jamás —indica
el enjuto hombre a la par en que deposita la vela entre mis manos. La puerta
ofrece resistencia a mis intentos por abrirla, atascada como está a causa de
las décadas de óxido acumulado en su bisagraje. El viejo toma partida de los
segundos adicionales de mi estadía forzada dentro de aquella sala previa, y
agrega algo más—. No tiene pérdida. Avanza hasta el final, y hallarás la salida
—la obviedad de lo afirmado consigue provocar de mi parte una reacción de acritud.
—¿Algún
otro consejo? —pregunto con causticidad mientras la puerta finalmente cede y se
abre con un chirrido que hiere mis tímpanos. La mueca que la mordacidad fuerza
en mi rostro se transforma en el tributo de entrada que ofrezco al cancerbero.
—No
mires nunca atrás —ríe el anciano con resequedad mientras su garganta arroja
estupros fosilizados a su cavidad bucal.
La
lápida se cierra con un gemido de ultratumba. El espacio vacío que se abre a mi
vista es abrumadoramente aplastante. El peso de la inexistencia no podría ser
más irónico…
Aquella
atmósfera enclaustrada me recibe con una vaharada de encierro directo en el
rostro. El sabor del aire me revuelve la bilis, y mis pulmones convulsionan con
las nubes de moho que invaden mis ductos respiratorios. La oscuridad: absoluta.
La oscuridad: perpetua. Como el fuego de un eclipse. Mi boca se reseca.
Emprendo
el viaje de partida, y mis pasos resuenan con el eco ensordecedor que sólo la
soledad más abrumadora consigue entonar. La nada me envuelve hasta devorarme.
Me extravío entre sus entrañas y sus recovecos irreales. Curioso laberinto de
cuatro paredes. La vela se consume lenta y amargamente. Inconscientemente la
cobijo con la húmeda palma de mi mano, temeroso de que algún insidioso y
totalmente improbable golpe de viento atente contra su vida. Contengo la
respiración. Caricatura de sí mismo, un hombre que teme incluso de su propio
aliento.
Deambulo
durante lo que parecen ser horas enteras. El trayecto parece inagotable. La
impaciencia corre por mi espina dorsal. Siento en mis pies el hormigueo de la
inquietud. Debí preguntar qué hay al otro lado, aunque he de suponer que esto
resulta realmente irrelevante. Sea cual sea el caso, sólo necesito continuar
avanzando. Atravesaré cuantas entradas y salidas sea necesario para escapar de
este lugar. Una entrada, una salida. Una salida, una entrada. Todo varía
dependiendo de la utilidad que me presten. Del uso que me vea obligado a
darles.
Finalmente,
una imagen comienza a vislumbrarse en frontispicio. Un extraño reflejo
mortecino a la distancia. Una ilusión de claridad entre las tinieblas. Un
espejismo de sopores oníricos entre la asfixia de la vacua inmensidad. La
tensión comienza a acumularse sobre mis hombros como una maldición milenaria. Cada
trago de saliva desciende como una tonelada de plomo a través de mi esófago.
El
opaco reflejo de la luz de mi propia vela me da la bienvenida con una horrenda
mueca de sorna, pintarrajeado a trazos grotescos sobre una blanquecina,
inexpresiva y avasallante pared que me corta el camino. Incrédulo, hago el
ingenuo esfuerzo de sonsacar con mi vista la silueta de algo que se asemeje
siquiera ligeramente a una puerta en algún lugar entre la sólida monotonía que
me impide el paso. Mi mente comienza a gotear.
No
hay salida.
El
sudor corre por mi rostro. Mis ojos enloquecen y amenazan con salir de sus
cuencas mientras recorren de un lado al otro, desorbitados, aquel muro
blanquecino en medio de la más absoluta oscuridad. Tanteo cada centímetro de
aquel obstáculo, de arriba abajo, de inicio a fin. Ni una sola abertura, ni una
sola hendedura. Mis dedos desesperados sólo resbalan sobre aquella despreciable
superficie. Aquella fría, inmóvil, despiadada superficie.
No
hay salida.
Confundido,
ahogado por los ríos de sudor frío que recorren mi piel, sofocado entre los
vapores de mi propio aliento, giro sobre mis pasos dispuesto a abalanzarme en
dirección a la salida. A la entrada.
Tengo
que salir de aquí.
No
puedo realizar un solo movimiento antes de que el terror indescriptible de lo
que se presenta a mi vista paralice hasta el último de mis músculos. ¿Se
encontraba esto siguiendo mis pasos, segundo a segundo, a escasos centímetros
de mis espaldas el tiempo entero desde que ingresé a esta maldita habitación,
su respiración entremezclándose con la mía a cada bocanada de aire que mis
pulmones exhalaban? Mis ojos disueltos olvidan la presencia de la luz.
No
hay salida.
Un
seco soplido apaga la vela. La oscuridad engulle el espacio. La oscuridad,
eterna.
La
campana emite once repiqueteos. Son las once de la noche.
- Elohim Flores.
