El ser humano se ha encontrado imbuido, desde el preciso momento en que ascendió al peldaño del ser pensante, por la necesidad ineludible de trascender sobre la acción obliterante del tiempo. Siempre acechada por el temor inmanente de la muerte, la humanidad confeccionó un instrumento que le permitió elevarse sobre tales limitantes mundanas al perpetuar su esencia misma y resguardarla de la perenne amenaza del olvido; este instrumento fue (y sigue siendo) el de la literatura, la cual representa un calco fiel de la realidad social, cultural e incluso psicológica de los hombres y mujeres que recurren a ella en cualquier momento dado de la historia. De este modo, la literatura (en todas sus acepciones) ha encarnado desde el mismo instante de su origen un registro sumamente detallado del paso del hombre por el mundo, y es inevitable encontrar en ella, al realizar una inmersión en sus entresijos, el fantasma de las sociedades con cuyos contextos fue impregnada.
La edad media, presunto período de oscurantismo,
dejó a su paso gran abundancia de obras literarias, tanto escritas como orales,
que presentan loables y hermosas narraciones en las cuales fueron encapsuladas
muestras históricas, casi vivas, de tal era. Específicamente esta sociedad se
vio retratada por los llamados mesteres de juglaría y clerecía, expresiones
literarias que manaban de distintos estratos sociales y obedecían a cierta
jerarquía de orden intelectual. No sólo fue capturado en ellos el pensamiento y
obrar de los hombres medievales, sino también la estructura moral que los
recubría y el panorama económico en el que se desenvolvían.
El primero de ellos, el mester de juglaría, nació
entre los más bajos estratos de la sociedad medieval como medio de
entretenimiento para la plebe y fuente de ingresos para los juglares, artistas
ambulantes que se encargaban de recitar cantares de gesta en lugares de toda
clase, desde plazas de mercado ante campesinos hasta palacios y castillos
frente a reyes y señores. Los mesteres de juglaría mantuvieron una estructura
muy poco estricta que les permitía ser memorizados con suma facilidad, y el
analfabetismo de la población regular habría sido un impedimento monumental
para la transmisión de los mismos de un modo distinto. Esta libertad en métrica
les aseguró un lugar en la memoria (y el corazón) de los pueblos. Las personas
corrientes, sin gran preparación o educación, encontraban gran comodidad para
recordar y mantener vivos a través de la oralidad aquellos cantares.
En contraposición al mester de juglaría, el mester
de clerecía fue engendrado por los clérigos, hombres de conocimientos
superiores e instruidos no sólo en retórica, dialéctica y gramática (el
trívium), sino también en aritmética, geometría, música y astronomía (el
quadrivium). De manera quizás algo jactanciosa, los mesteres de clerecía eran
escritos de un modo sumamente perfeccionista, con estrofas de la cuaderna vía,
esto es, con métrica y rima impecables, lo cual permitía entrever de manera
clara la erudición de sus escritores. Los mesteres de clerecía compartían (al
menos en su origen) un trasfondo claramente eclesiástico, y eran utilizados
como vehículo de enseñanzas y dictámenes muy bien camuflados para estimular la
fe de los lectores y promover la cristiandad.
Los mesteres de juglaría y clerecía no sólo
representan la realidad contextual de un momento y lugar determinados, sino que
pintan en sus versos la imagen ética que, o bien poseían, o bien se aspiraba a
que lograsen alcanzar tanto el hombre como la mujer medievales, mediante el
empleo de personajes que esgrimen toda una serie de valores y principios con
los cuales se desenvuelven de principio a fin en los distintos relatos en los
que hacen acto de aparición.
El hombre ocupó siempre, por uno u otro motivo, de
manera discutiblemente justificada o reprensiblemente injustificada, un papel
predominante en la sociedad, y dicha superioridad se ve reflejada (de manera
sumamente previsible) en la literatura. El Cantar del Mío Cid, mester de
juglaría (y por tanto, con mayor capacidad de infiltración en la plebe), se ve
enfocado en el papel del hombre no como mero sujeto terrenal, campesino,
soldado o erudito, sino como algo que escapa del alcance de las manos del
ciudadano común: como un héroe. A pesar de ocupar una posición virtualmente
inalcanzable, el héroe se presenta como fuente de inspiración, como súmmun de
la calidad humana (y casi específicamente del hombre).
Rodrigo Díaz de Vivar representa por excelencia el
papel de héroe: valiente, sabio, prudente, honesto, honrado, sumiso y servicial
hacia su rey, consagrado a Dios y a su causa. Hábil guerrero, jinete sin par,
misericordioso y clemente, inquebrantable y estoico, el Cid era la meta
perfecta, triunfal, para cualquier oyente que se viese envuelto por su cantar
de gesta. El mensaje poseía una claridad impresionante: la obediencia a Dios y
al rey recompensaba sin falta alguna.
Al comparársele con el arquetipo Jungiano del héroe,
estudiado ampliamente por Joseph Campbell en “El Héroe de las Mil Caras”, puede
notarse que Rodrigo Díaz de Vivar y su historia encajan a la perfección en
todas y cada una de las características presentes en el trayecto del héroe
arquetípico. El Cid abandona su tierra, no por voluntad propia sino por acato a
las órdenes de destierro de su rey y señor, y se arroja a la aventura junto a
sus hombres de confianza. En la aventura se topa con la sombra que impide su
paso; el Cid entonces se enfrenta y derrota con impresionante facilidad a los
moros, quienes a un mismo tiempo representan a los grandes enemigos de la
iglesia; son los infieles.
A medida que el Cid se interna en territorio moro y
se yergue victorioso tras cada triunfo, su imagen frente al rey recupera
lentamente el favor que perdió. El Cid alcanza muchas victorias icónicas en el
arquetipo del héroe, como la de la unión (o reunión, en su caso) con su esposa,
representación de la figura de la diosa o madre. No pocos son los contratiempos
contra los que se ve enzarzado, y el más prominente de ellos, el de la deshonra
de sus hijas, representa el llamado “robo del don” por Campbell, móvil del
héroe en su trayecto. Finalmente, el Cid consigue recuperar el honor de sus
hijas y hacer justicia sobre las fuerzas del mal.
Queda puesto en evidencia que el recorrido del Cid,
tortuoso pero transitado con gallardía, encarna el imprescindible trayecto de
dificultades que forja al héroe, camino que a través del cual peregrina Rodrigo
Díaz de Vivar hasta alcanzar el estado con el que una vez se halló coronado
ante los ojos del monarca, y no sólo consigue el perdón, sino también el
mismísimo reconocimiento de su señor. El elixir salvador con el que se hace el
Cid no es otro que el honor perdido, el orgullo una vez mancillado, la honra de
poder servir a Dios y a su rey con dignidad de un hombre (o la que se esperaba
de uno).
Tras este pequeño análisis, y del
mismo modo que el hombre, la mujer por su parte ha tenido también, desde que la
historia del mundo pudo ser llevada a la escritura, numerosas representaciones.
Ha sido vista como la herramienta para la perpetuidad del humano, la más
sublime fuente de inspiración, la compañera del hombre, o incluso la musa que
puede lograr evocar emociones de diferentes matices en los autores que se han
valido de su figura, ya sea desde su perspectiva física o mística. De igual
manera, la figura femenina en la edad media, ha transmutado y se adapta al
contexto en el que se esté empleando, ya sea una doncella o la expresión máxima
de un sentimiento, emoción o ideal.
Como ejemplo de lo mencionado,
puede tomarse a Ximena, fiel consorte de Ruy Díaz de Vivar, quien no sólo toma
la efigie de compañera idónea, esa que espera pacientemente al día en el que su
esposo vuelva por ella (y también representa el hogar al que él quiere volver
una vez haya sosegado su espíritu aventurero), o, en el caso de la obra “El
Poema de Mío Cid”, a que el héroe obtuviera el permiso del rey y la fortuna
suficiente para tomarla y establecerse debidamente en la tierra dominada:
Valencia.
A pesar del notorio afecto de este
hombre por su compañera de vida, se ve reflejado un evidente nivel de sumisión,
lo cual representa una característica canónica de la mujer medieval. La figura
femenina, aunque en algunas ocasiones sea el galardón de valientes héroes en la
épica, en algún momento expondrá su función más elemental: ser cumplidora de los
preceptos del hombre que la tome, y a cambio, éste tiene el deber de proveerle
estabilidad y protección.
Si bien es cierto que la doncella
nacida de una familia campesina no tendría la misma oportunidad de casarse con
un hombre destinado a una de la nobleza, que la primera no requería de estudios
para llevar criados o tierras sino que por el contrario debía redoblar sus
fuerzas para ayudar a su consorte a aumentar un poco más sus bienes, tanto la
campesina como la noble debían poseer las mismas virtudes si querían obtener un
buen matrimonio. De este modo, para que la mujer medieval sea digna de estar al
lado de un buen hombre, su comportamiento y talle deben adaptarse a él. Aunque
la característica física tiene un gran peso en el aspecto de la fecundidad, la
actitud se pone a la par, pues la sensatez de la mujer puede mantener una casa
en orden.
Por todo lo mencionado, una mujer
medieval debía ser tranquila y conservadora, discreta y abnegada, pero con
suficiente carácter para llevar la casa o el castillo cuando el marido estuviera
llevando a cabo su campaña. Todas ellas en relación al carácter, pero
sobreponiéndose siempre otra virtud que va mucho más allá: la castidad. Una
mujer debía llegar limpia y pura al matrimonio para que una vez consumado el
acto, viniera el mayor de los milagros de la humanidad: la procreación.
Ximena recrea esta figura adecuada.
Sus hijas, Elvira y Sol, siguiendo el ejemplo de su madre, también lo hacen,
pues aunque se entristecen al tener que ser alejadas de su padre, no objetan a
la solicitud de sus esposos de irse con ellos a las tierras de Carrión. Tanto
esposa como hijas de El Cid declaman el ideal femenino, son compañeras leales,
son el acopio en donde el guerrero descansa de su bélico periplo, son las que
tienen las bondadosas palabras que mitigan el cansancio y que con superfluas
acciones consuelan el espíritu cansado, y son también las destinarias a las que
dedica sus victorias, lo cual reafirma lo dicho párrafos atrás; encarnan una
fuente de inspiración.
Por esta y otras razones, el
cristianismo, creencia religiosa predominante de la época, hace riguroso
énfasis en la honradez de la mujer. Se la condena si no es casta; si lo es, y
además posee las virtudes mencionadas, es una buena candidata a esposa, mas en
ninguna parte se condena al hombre por no ser casto para una doncella. Esta
particularidad se ve reflejada en la sociedad de la época con la extensión del
cristianismo. La doctrina toma como figura ideal a Santa María, quien no sólo
era la madre del hijo de Dios, sino que además lo concibió y tuvo siendo
virgen.
De tal modo se extendió la fe
cristiana que impuso a Santa María como la cúspide de las virtudes y las
bondades, pues el hecho de ser la madre de Jesucristo la ubica en una categoría
mucho más elevada, llegando al punto de que la comparación con ella implicaría
ofensa, situación que se ve reforzada en los números cánticos y poemas que se
le han dedicado. Hombres entregados al celibato, y por ende, siguiendo la
lógica de la cultura de la época, menos entendidos en el carácter de la mujer
común, son los que en su mayoría exaltaron las virtudes de la Virgen. En ella
no ven sólo la mujer ideal “bendita seas entre todas las mujeres”, sino la
inalcanzable.
Aunque la imagen femenina de la
Santa María haya sido tomada para fines adoctrinadores, es su condición de
mujer, de musa, de fuente de inspiración y poseedora del don de la vida, lo que
ha permitido que el arte poético eclesiástico sea recibido con tal sutileza que
resulta casi imposible que las personas pudieran percibir que entre líneas
quisieran decir “yo soy la verdadera salvación, sígueme”. Consuelo y salvación
son recurrentes en “Milagros de Nuestra Señora”, obra mariana por antonomasia que
legó Gonzalo de Berceo. Intercepción ante Dios en favor del infortunado,
refugio para el desamparado e incluso una luchadora por lo que le corresponde,
fiel a quien la reconoce, sensible ante los temas maternales y defensora regia
de sus seguidores. Aunque bien impregnados hasta la médula de propaganda e
idealismo sin par, y carentes de independencia frente al retrato masculino y
superior de un dios, mantienen estos detalles una imagen innegablemente
inmaculada (prácticamente endiosada) de la mujer.
Pese a tantas similitudes y
diferencias entre las mujeres mencionadas, pese a que ellas, a su manera,
lucharon por un puesto en una sociedad conformada por un tácito principio de
desigualdad, tuvieron una característica en común mucho más contundente: la
presencia de un hombre. Unas porque el matrimonio y la familia es su destino y
la otra por alcanzar un grado de misticismo por ser la madre de Dios, ambas por
cumplir el objetivo que dictaba la sociedad de entonces: ser madre.
Como puede constatarse, los
mesteres tanto de juglaría como de clerecía personifican la voz del pasado, y
asoman a través de ellos imágenes casi tangibles de la realidad medieval. A
pesar de la distinción en la temática de unos y otros, y las remarcadas
diferencias en su redacción y forma de difusión, ambos ofrecen una gran
facilidad para analizar no sólo la sociedad de la Edad Media sino al mismísimo
individuo que la habitaba, fuese éste hombre o mujer, letrado o analfabeta,
clérigo o juglar.
- Elohim Flores.
02/17
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