El
mundo civilizado, la sociedad humana y cada uno de sus sistemas e individuos se
encuentran regidos por una extensa sucesión de reglas y cánones frecuentemente
impuestos mediante vías políticas o religiosas, y en otras oportunidades
conformados por consenso social y transformados en costumbre. Trátese del
origen y la fuente de la que se trate, las normas impregnan la vida del hombre
desde su nacimiento hasta su muerte, y es tarea de éste ajustarse tanto como le
sea posible a ellas so pena de verse marginado por el grueso de la población
que se ciñe a ellas.
Si bien las normas representan instrumentos perfectos para el dominio y control de
las masas por parte de quienes se mantienen al mando del poder y desean
perpetuarse en él, la inmensa mayoría de éstas cumplen con la funcionalidad de
mantener aceitados y resguardados los engranajes que ponen en marcha al mundo
tal y como lo conocemos. El ser humano compone las filas de una especie tan
caótica por naturaleza, que debe en parcial (o total parte) el orden, eficacia
y bienestar de de la organización de sus comunidades (y los distintos
microsistemas que las componen) a las normas que las rigen. Después de todo, y
tan lamentable cmo pueda resultar esta aseveración, los barrotes de una jaula
no sólo cumplen con privar de su libertad al ave, sino que a la vez la
mantienen a salvo de una muerte segura en el exterior; y si bien las normas se
encuentran allí para cercenar el brazo de quien se atreva a extenderlo fuera
del enrejado, también evitan que éste sea arrancado por los individuos que
ansiosamente esperan a que asome para devorarlo en la oportunidad que se les
presente.
Aunque
esta dicotomía entre los beneficios y perjuicios de una existencia de la
normativa pueda conducir al deseo de destrozar las cadenas opresoras y confiar
ciegamente en la volición del individuo, autónoma, desligada de preceptos, para
la conducción de una civilización emancipada y libre de reglas impuestas y
autoimpuestas, resultaría sumamente perjudicial descender a un anarquismo en el
cual los intereses personales acabarían superponiéndose irrestrictamente hasta
desembocar en un pandemónium inevitable. En cambio, es posible y mucho más
viable adaptarse, si bien no a la normativa absoluta, forzada y arbitraria, a
las normas mucho más maleables establecidas bajo consenso, bajo consentimiento
colectivo.
Cierto
es que una aceptación generalizada producto de la “no negación” de un acuerdo (esto es, un consenso) dista de
aproximarse a una regulación óptima y justa, y que, tal y como comentó David Held,
un acto consensual puede deberse o bien a “la ausencia de posibilidades de
escogencia”, o bien a “la falta de voluntad o la incapacidad de imaginar algo
distinto a lo existente”, por regla general (y lo afirma Aristóteles en su
Ética nicomáquea) lo acostumbrado y mantenido por la sociedad de manera
consensuada no sólo mantiene siempre una vigencia constantemente activa
producto de los beneficios con los que se ven obsequiados quienes lo perpetúan,
sino que también se desarrolla, se adapta y evoluciona de acuerdo a las
necesidades siempre cambiantes de los mismos. De esta manera, existe la
posibilidad de ceñirse a un conjunto de normas y reglas nacidas bajo la
conformidad de gran parte de la población de cualquier sociedad dada.
Dicho
lo anterior, resulta penitente señalar que el lenguaje, como uno de los muchos
sistemas subyacentes en la sociedad, se halla expuesto también a una inmensa
cantidad de reglas tanto impuestas como consensuadas, y quizás no haya mejor
manera de ejemplificar lo expuesto en el párrafo anterior que con el idioma
español.
Ciertamente,
el español se encuentra “regentado” por la Real Academia Española,
autodenominada autoridad absoluta sobre la normativa léxico-gramatical de la
lengua española. Al mismo tiempo, para desventura de la RAE y muy a pesar de
sus esfuerzos, el español (al igual que las otras lenguas) fluctúa de manera
impresionantemente dinámica y escapa continua e irremediablemente de las garras
reglamentaras académicas. Esto provoca que los evidentes fines hegemónicos de
la normativa de la RAE se vean frustrados, mas se corre el peligro también de
desencadenar un deterioro y erosión sumamente perjudiciales para la lengua
española. Como en cualquier otro caso, los cánones y preceptos no sólo
restringen y amenazan con asfixiar al objeto reglamentado, sino que también
aseguran hasta cierto punto su preservación. El uso generalizado del idioma,
por su parte, lo mantiene con vida y en perpetuo rejuvenecimiento pero lo
sumerge en el peligro del caos y el desorden, los cuales pueden conducir a una
total entropía.
Así
como la función de cualquier ciudadano es la de permitir el desarrollo de la
sociedad en la cual se desenvuelve, y el individuo que no acate siquiera
mínimamente las normas de conducta y comportamiento o, de manera más concisa,
la ley, se ve execrado por sus semejantes debido a la nocividad que encarna
para ellos y para sí mismo, el papel del sistema de la lengua es el de la
comunicación, y así como necesita de libertar para pervivir y sobrevivir al
paso del tiempo (recordando que lo rígido se fractura sin dificultad alguna),
requiere de igual modo e innegablemente de una estructura en menor o mayor
medida estable que le permita mantener cierto nivel mínimo de coherencia
léxico-gramatical para que siga cumpliendo del mejor modo posible su tarea
comunicativa. Es necesario evitar que la normativa diseque en vida a la lengua
española y que los usos descuidados alcancen un nivel en el cual el mensaje
lingüístico se vea completamente impedido o lisiado.
Finalmente,
el desacuerdo es otra de las mayores características humanas, y, según Jacques
Rancière, éste no nace del conflicto entre el blanco y el negro, sino de entre
diversas tonalidades de blanco que no logran coincidir bajo el concepto de
blancura. Por lo tanto, es posible encontrar un consenso dentro de las discrepancias
y un equilibrio entre la libertad suficiente para la pervivencia del español y
la rigidez necesaria sólo para que la silueta del mismo no se diluya lo
bastante como para permitir su desintegración. Ha llegado el momento, pues, de
anormalizar lo normalizado, para permitir que se renormalice.
- Elohim Flores.
03/18
03/18
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