Tomó un viejo y empolvado lápiz de madera entre las manos (se trataba de su portaminas habitual en realidad, pero parecíale que para dar comienzo a un texto de tal envergadura sentimental, debía valerse de algunas mentiras piadosas por aquí y licencias poéticas por allá, para entregar descripciones levemente más interesantes que las que ofrecía tan comúnmente la realidad), y con añejada solemnidad acarició la portada del ajado tomo cuyas amarillentas páginas habían aguardado en soledad durante mucho tiempo ya.
—Señor, dame la fuerza —Pensó de manera involuntaria mientras se proponía a dar rienda suelta una vez más a su automaniatado delirio. Temía. Temía no ser el mismo ya. Temía haber atrofiado para siempre su capacidad de crear. Temía encontrarse de cara a un esquivo doppelganger que no fuese siquiera ni la sombra de lo que una vez llegó a ser. Temía como nunca antes, pero debía hacerlo. Muy dentro de su ser, la esperanza albergada dentro de algún baúl que había logrado permanecer intacto le clamaba a voces que se armase del valor necesario para intentarlo. Para enfrentarse a la imitación de sí mismo en la que se había convertido. No para destruirla, no, sino para transformarla.
Inhaló entonces un trago hondo de oxígeno y realidad, y se aventuró una vez más a los ya explorados confines de lo que en otra vida fue lo desconocido. Cual niño existía en su ser el temor de alejarse de la seguridad del hogar, y la alegría de la aventura. No había siquiera comenzado a trazar la primera letra cuando revoloteaban ya en su mente miles de posibilidades aleatorias a las cuales contemplaba con gula, como si de dulces tras un escaparate se trataran. No quería acercarse a ellas tanto como para provocar que escapasen volando, mas procuró anotar detalladamente todo cuanto podía de ellas. Una vez dado por satisfecho, y con su libreta de notas al alcance de sus pensamientos y rebosante de apuntes, plasmó las primeras palabras tras años de espera, envuelto en suspiros de nostalgia.
Repentinamente, se percató de que su imaginación había llegado quizás (y una vez más) un poco demasiado lejos mientras caía en cuenta de que no se encontraba sentado frente a su escritorio de quiméricos e irreales matices victorianos, bajo la luz exigua de una vela, con la pluma en mano (¿había olvidado ya que se trataba de un supuesto lápiz de madera?) y un viejo tomo polvoriento bajo sus brazos. No. Hallábase en realidad sentado en su cama, escribiendo sobre una manchada y sobresaturada hoja de papel, apoyándose sobre la superficie pulimentada de lo que parecía ser un instrumento musical; un bajo. Inconscientemente, apartó hoja y lápiz (¿acaso no era ya un portaminas?, inquirió para sí mismo), y ejecutó algunas notas aleatorias en su instrumento.
“Esto no es bueno; debo continuar” —reflexionó, al tiempo que retomaba su escritura y alejaba con un látigo los pensamientos distractores.
Asesinó a un insecto. Un mosquito que no le robaba la paz. Le vio sufrir, agonizante, durante escasos segundos, y lo arrojó a los abismos del borde de la cama.
“Todo relato tiene un poco de tragedia, y éste no podía ser la excepción” —se dijo. No obstante, instantes después una duda incipiente surgió desde su consciencia: ¿se trataba eso realmente de algo que habría dicho su antiguo “yo”? ¿Habría querido él tragedia en sus relatos?”
“Tal vez no haya cambiado, pero si así lo hice, bien, pues, todos deben evolucionar en algún momento” —se justificó—. “No, no, no puedes simplemente asesinar a tu antiguo yo” —se debatió a sí mismo—. “No destruyas tu pasado; recuerda: transfórmate. Unámonos. Unamuno…” —su mente divagó en pensamientos futuros— “No temas a quien te supera; aun cuando se trate de ti mismo. No desees su aniquilación, no; aprende de él”.
Verdad era que aún temía. No sólo temía ser el reflejo fracturado del parangón de su pasado; no. Temía al gigante que se alzaba a través de todos sus viejos relatos. Temía verse incapaz de alcanzar una vez más el último escalafón de la torre. Temía decepcionarse.
Resulta obvio; jamás podrías alcanzar tal nivel. Al menos no de inmediato. Trabaja duro. Trabaja en conjunto con él. Apóyate de su hombre, y así darás de cuenta, al subir, al regresar al peldaño que una vez abandonaste, cuán distante se encuentra aún la cima, y la monumental distancia que aún resta por recorrer. Es cierto, eres débil y estás lejos de la fortaleza que una vez demostraste poseer. Pero si nunca emprendes el viaje, y andas lo desandado, jamás conseguirás sentarte junto a quien una vez fuiste, para rendirle honor.
Emprende, pues, el viaje. Toma, pues, la pluma.
No había escrito más que un puñado de palabras incoherentes, inmerso en su mundo de coloquios mentales. Dio una ojeada a lo redactado y no pudo hacer más que reír. Era realmente un largo camino el que se presentaba ante sus ojos. Pero había dejado atrás ya el umbral. Pisaba ahora las cálidas arenas de aquel terreno familiar, tantas veces recorrido en tiempos pasados.
Había vuelto a la patria.
Vuelta a la Patria
“Y con este escrito reemprende su viaje,
sin la menor intención de mostrarlo a nadie jamás,
pero sabiendo que llegaría el momento”.
- Elohim Flores.
04/06/14
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