Un insecto se oculta en el falso techo. Podía escucharlo con claridad escalofriante durante las noches, hurgando, escudriñando, desplazándose con intranquilidad de un sitio al otro. El castañeo irregular de sus toscas extremidades sobre la superficie de corcho, el traqueteo producido por su cuerpo segmentado al rozar aparatosamente la superficie desvencijada durante sus atropellados recorridos nocturnos, el chillido horripilante de las ratas que caían presa de su voraz apetito. En ocasiones, el hedor de los restos descompuestos de aquellos desafortunados roedores descendía como un vaho de putrefacción y asaltaba mis sentidos.
Yo sólo podía imaginar asqueado la muerte atroz que experimentaban las víctimas del insecto mientras observaba con desazón el agujero sobre mi cama; el enorme agujero que conectaba ese húmedo mundo de aire viciado y sombras tangibles con el mío. Presa del temor, indefenso ante los juegos macabros de mi propia mente, me limitaba a vigilar inmóvil, silencioso, aguardando el momento en que aquel insecto exhibiera su horrenda cabeza para palpar el aire fresco con sus desproporcionadas antenas. El refrescante aire de un mundo nuevo, lleno de presas que jamás había degustado.
El agujero en el techo posee vida propia. Inhala y exhala. Vomita oscuridad y me examina. Es un ojo sin pupilas, un esófago sin final visible. En ocasiones puedo sentir sus ansias por engullirme, y percibo el modo en que succiona el aire en mi habitación con la esperanza de arrastrarme hasta sus entrañas insondables. Y yo, mesmerizado por el magnetismo del abismo, congelado por el entumecimiento del terror, no podía apartar la mirada de su enigma ni por un segundo. El ronco rugido de su presencia vacía se entremezclaba con el incesante repiqueteo de las velludas patas del inquieto insecto.
Algunas noches me esforzaba por enumerar la cantidad de pasos que la bestia marcaba aceleradamente cual metrónomo defectuoso durante sus cacerías nocturnas con la esperanza de poder determinar su especie, su naturaleza… pero me fue imposible alcanzar una conclusión definitiva tras más de una decena de intentos. ¿Se trataba de una cucaracha? ¿De una araña? En ocasiones la frecuencia de aquellos arrítmicos claqueteos alcanzaba niveles tan altos que me preguntaba si no sería aquello en realidad alguna especie de ciempiés.
Las numerosas noches en vela pronto comenzaron a cobrar su cuota y el agotamiento físico había alcanzado su culmen. Apenas conseguía incorporarme sin que mis piernas desfallecieran, y mis ojos habían comenzado a asemejarse a dos fosas de alquitrán. El peso de mis párpados resultaba insostenible, y mis palabras lentamente se transformaban en balbuceos ininteligibles. Aquella alimaña estaba succionando mi vida sin siquiera haber entrado en contacto directo con mi organismo.
Noche tras noche, el eco de los ruidos encontraban salida a través del ominoso agujero y se derramaba lentamente, goteando sobre mi rostro atormentado. El sonsonete producido por sus mandíbulas mordisqueando, royendo sin cesar, parecía vibrar dentro de mis propios huesos. Chirridos, siseos, lamentos de angustia… ¿Se trataba realmente de un insecto aquello?
Ayer pude confirmarlo. La bestia finalmente decidió exhibir sus enormes tenazas a través de la abertura de su madriguera atraída por la curiosidad, o quizás por un apetito insaciable. Sus largas antenas palparon el aire como dos serpientes que se entrelazaban y distanciaban sin parar. El monstruoso insecto parecía consciente de mi presencia aún a pesar de mis esfuerzos sobrehumanos por contener el aliento y anular los escalofríos que estremecían sin tregua mi cuerpo. Su cabeza, enorme como mi almohada, se limitó a reposar perezosamente mientras eclipsaba la oscuridad perpetua del agujero. Sus antenas continuaban explorando mi habitación como organismos independientes y las tenazas de su mandíbula realizaban esporádicamente algunos movimientos repentinos, espasmódicos.
Hoy logré comprobar por medio de la luz diurna que las dimensiones del insecto son mayores de lo imaginado. Aminoradas como habían sido por el manto de las tinieblas, albergaba la falsa esperanza de que quizás su silueta espectral resultase mucho menos espantosa al despuntar el sol. Su persistente presencia también me tomó por sorpresa debido a que secretamente esperaba que se hubiese marchado a los profundos recovecos de su nido para no volver. La insistencia de sus antenas por olfatearme a la distancia provocó en mi cuerpo incontables escalofríos.
Intenté ahuyentarlo con gritos y alaridos mas la debilidad de mi constitución física provocó que mis esfuerzos resultasen en vano. Alerté a mis padres durante el desayuno pero hicieron caso omiso a mi alarma. Logré convencer a mis hermanos para ingresar a mi habitación, pero la presencia del monstruo resultó objeto de poca relevancia para ambos y pronto despreciaron mi angustia mientras indicaban que un animalejo como ese era poco más que una alimaña inofensiva. Empleé otros métodos de resultados igualmente estériles. El fuego no consiguió otra cosa que obligarlo a retraer las antenas durante un par de minutos hasta que alcanzó el entendimiento de que sería incapaz de incendiar mi propio hogar, y el humo sólo conseguía desbaratar las esperanzas de librarme de su amenaza cuando comenzaba a desvanecerse para exhibir una vez más la ominosa presencia que corroboraba su inamovilidad. Llegué al extremo de emplear una escoba para obligarlo a regresar a la oscuridad pero su acorazada dermis evitó que se percatase siquiera de los débiles impactos que mis languidecidas fuerzas podían propinar.
Finalmente me he dado por vencido. La bestia no parece intrínsecamente agresiva; al menos no de momento. No hace otra cosa que seguir cada uno de mis movimientos con sus flexibles apéndices, apuntándolos de un lado al otro mientras me desplazo dentro de mi habitación. En ocasiones sus mandíbulas gotean una sustancia viscosa que sólo puedo imaginar como venenosa. En ocasiones pienso en lo sencillo que sería simplemente marcharme sin virar atrás ni regresar jamás. ¿Por qué no lo hago?
El día se desliza con presteza y la noche devora la expectativa de deshacerme de aquella bestia repulsiva durante su período de sopor. Ingreso a mi cama, y observo el agujero ahora taponado por la enorme cabeza del insecto. De tener ojos, casi podría jurar que me observa fijamente, aguardando con paciencia mi más mínimo descuido para arrastrarme y ofrecerme como alimento a su progenie inmunda. Quizás sí los tiene, quizás sí me observa con algo más que sus antenas. El insecto las dirige en mi dirección y me olfatea a la distancia. Decido cubrir mi rostro con la manta y enclaustrarme dentro de aquel insulso espacio cerrado mientras comienzo a preguntarme si la primera vez que aquella bestia descienda al nivel del suelo también será la última. Cuando menos para mí.
El insomnio cede en el peor momento, y la espesa somnolencia se apropia de mi cuerpo inerme. Pesadillas indescriptibles asaltan mi mente anquilosada. Incontables termitas recorriendo mis brazos y piernas. Víboras de cuerpo segmentado envolviéndome en un nudo infinito, constriñéndome hasta que mis huesos astillados perforan mis órganos. Arañas de cuerpo bulboso inyectándome su veneno para succionar mis fluidos corporales con total tranquilidad. Avispas elaborando una colmena dentro de la carcasa de mi cadáver. Enjambres de langostas carcomiendo el sol hasta sumir al mundo en la oscuridad perpetua.
Un murmullo, un chasquido, un peso muerto sobre mi torso me extraen del laberinto onírico que me apresa. Un enorme bulto se posa sobre mi estómago, aplasta mi pecho, reposa sobre mi rostro y me sofoca. Mi respiración se entrecorta de inmediato y la asfixia me asalta como una mano que atraviesa el tórax y exprime mis pulmones. Mis miembros yacen entumecidos; ni mis brazos ni mis piernas responden al grito de auxilio que estalla dentro de mi boca, cosida por el hilo de la parálisis.
Mi cabeza gira sin parar. Un hormigueo se apodera de mis músculos. Las náuseas se hacen insoportables mientras el hedor penetra hasta lo más hondo de mis sentidos. Moho. Carne descompuesta. Un rigor mortis prematuro me petrifica. Ahora no soy más que un despojo viviente, testigo indefenso de mi propia perdición. El húmedo abdomen del insecto empapa la tela que hace ilusamente las veces de manto protector y provoca que mi piel se erice como nunca antes. Sus ásperas extremidades se aferran a la colcha. Las antenas tantean mi cabeza con impaciencia.
¿Pretende devorarme?
Alguien abre la puerta de mi habitación, quizás se trate de mi madre, o de mi padre. Puedo observarle a través del tejido de la frazada. Se detiene durante un par de minutos mientras dirige con detenimiento la mirada en mi dirección. Me encuentro congelado en el lugar y carezco incluso de la fuerza necesaria para apartar la manta de mi rostro. Mis dedos se encuentran agarrotados, sujetando los bordes de la misma con tesón indescriptible.
¿Fue todo una lúgubre ilusión? ¿Nada más que vapores de una pesadilla acechante materializada en mi subconsciente? ¿He sido víctima acaso de la somatización del terror? La humedad que impregna la manta quizás provenga del frío sudor que me baña de pies a cabeza.
El inesperado invitado observa a la criatura con desdén. Aún no consigue comprender mi zozobra por tan poca cosa. Finalmente, se retira sin inmutarse y apaga las luces en el proceso. La oscuridad desciende como una espesa capa de bilis negra.
El insecto continúa reposando sobre el agujero. Ahora somos sólo él, y yo.
- Elohim Flores.
Nota: Tengo plena consciencia de que los ciempiés no son insectos, pero consideré innecesario apegarme a la biología bajo el objetivo narrativo que deseaba alcanzar.
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