martes, 10 de noviembre de 2015

La Charada


            Trazo a trazo los abetos irrumpieron dentro de la impoluta blancura eterna, impregnada de una imperceptible charada.

            El pintoresco pintor, atareado en su artística tarea, mecánicamente actuaba cual monótono mecanismo, inmerso en aquella diaria monotonía, impulsado sólo por el impulso que provocábale el acto de pintar su pintura.

            Había pintado ya aquel mismo paisaje en innumerables ocasiones pasadas. Conocía como la palma de su agrietada mano cada gota del lago que en su centro reposaba, cada hoja de cada abeto que a la lejanía desaparecía, y cada una de las fibras que componían sus amaderadas cortezas. Cada haz de luz era coloreado de la misma exacta manera y cada pequeña roca presentaba un pigmento idéntico al de sus hermanas de obras anteriores. No obstante, la pequeña ave que surcaba el firmamento en esta ocasión (un mirlo, ciertamente) sólo había hecho acto de presencia en algunas pocas de las piezas de arte; sólo en aquellas consideradas por el pintor como dignas y meritorias de completar (ninguna finalizada, no obstante). Cada día la misma silueta dibujada en el pastizal por la suave brisa de octubre era plasmada con sempiterna igualdad por el sistemático artista. Cada día, un nuevo lienzo. Cada noche, un lienzo más.

            Algo especial, no obstante, parecíale encontrar en esta ocasión. Mentir sería si dijese que no había experimentado ya aquella sensación con anteriores ejemplares, claro está, mas no era éste motivo suficiente como para poder impedirle sumergirse en la emoción infantil con la que sólo era comparable aquella maravillosa sensación. Algo nuevo sentía en aquel proceso, y no se permitiría desaprovechar la oportunidad que el ingenio (¿quizás?) le otorgaba para dar fin a su hasta ahora (¿quizás?) inacabable pintura.

            Púsose manos a la obra, si así pudiere decírsele a pesar de encontrarse ya en ello, y remojó su rudimentario pincel en uno de los pequeños y coloridos charcos a su disposición.

            Comenzó con la principal atracción, un espectáculo que prominentemente hacía acto de presencia en el retrato: el lago que con serenidad asomaba su superficie por sobre una imaginaria cuenca en la planicie. No podía permitirse plasmar un lago común, uno como cualquier otro lago de la familia de las acumulaciones acuosas presentes en el trabajo artístico, no; debía ser éste único, especial… ideal. Un lago de un azul no muy cálido, ni muy templado. Un lago de un azul con la suficiente intensidad como para hacer rechazar la idea de acercarse demasiado, y aún así con una cristalinidad latente que invitase a zambullirse ante la primera tentación de hacerlo. Un lago a temperatura lago y color de lago; no más, no menos.

            Continuó a la reforma del cuadro el segundo elemento evidente: el amplio pastizal. No era un pasto cualquiera, sino uno que danzaba al son del invisible pero indiscutiblemente presente viento. Mas no se contentaba nuestro amigo con esta simpleza, no. Necesario era hacer del suyo un pastizal amigable; amable. Nuevas líneas verticales y diagonales color verde libertad colmaron hasta la última de las esquinas de aquel campo, convirtiéndolo en algo más que un simple verdor musical: era ahora una alfombra natural que, al son de la cálida brisa matutina, presentábase a la perfección como la colcha idónea para admirar la infinita inmensidad de la creación. Cada espiga parecía formar la hebra de una gigantesca manta tendida sobre un valle de secretos aguardando por ser revelados.

            Percatóse entonces nuestro artista amigo que algo era de imprescindible índole ante la creación de un lugar que tan deseoso se presentaba como remoto centro de observación estelar: un infinito espacio que pudiera ser observado. Necesario era, entonces, un cielo para poder volar; un firmamento con el cual soñar. El azul ya presente en el recuadro se inundó de un vívido esplendor, casi mágico, que hacía querer saltar tan sólo para despegar los pies del suelo y sentir que se pertenecía un poco menos a la tierra y un poco más a él. Mientras la brochuela se deslizaba con gracia sobre las fibras del lienzo, topose con una distante circunferencia, demasiado pequeña para ser el sol; demasiado grande para ser una simple gota salpicada por error. Cambió nuestro sujeto al instante de herramienta (esto es, de pincel), y sumergió al segundo en una nueva charca de color. Acto seguido, acarició con él la pequeña y preestablecida manchilla circular, e inmediatamente la vida tomó posesión de todo cuanto allí se hallaba presente. El nuevo sol, aunque igual de pequeño y distante, prestaba su amarillento y caluroso abrazo al ahora resplandeciente paisaje, reflejándose sobre la superficie del lago cual si éste de un espejo se tratase, iluminando los distantes abetos, y mullendo aún más el danzante pasto.

            Pocos eran los elementos restantes que requiriesen especial remodelación. Especial mención merecían los abetos a la distancia. Fueron retocados con una pizca extra de lejanía, mas no de inalcanzable presencia, no, sino más bien de forzosa (aunque posiblemente satisfactoria) meta. Todos juntos, cual sociedad secreta a espera de su más reciente miembro, aguardaban silentes en el horizonte; expresando con solemnidad que la noción de longitud y distancia no es menos subjetiva que el concepto de subjetividad mismo.

            El viejo hombre se detuvo.

No había otra cosa qué hacer. Nada más qué añadir. Nada más qué agregar. Había alcanzado quizás el límite contra el que tantas veces, de manera gradualmente menos estrepitosa, habíase estrellado antes (gracioso usar la palabra “estrella” bajo tal concepción).

Una menguada tristeza recorrió su ser; una lamentablemente demasiado experimentada ya como para surtir devastador efecto en sí. Habíase entretenido tan hondamente que casi había olvidado su cruel condena a la monotonía. No obstante, hondamente también agradecía haber logrado tal nivel de regocijo con esta última obra. Aunque fuese durante unos cuantos minutos, nunca olvidaría aquella experiencia. 

Había ya comenzado a preguntarse cuál de tantos habría sido el factor que le había ayudado a reavivar su artístico existir, cuando reparó en algo desapercibido hasta entonces: de manera inconsciente y totalmente fortuita, casi imperceptiblemente y con suma levedad, tarareaba. Tarareaba, sí, y lo había estado haciendo de principio a fin sin percatarse siquiera de que lo hacía. Entonaba una ininteligible melodía mientras los trazos inundaban su alma. 

Más que impactarse o sobresaltarse por aquella sorpresa, esbozó una sonrisa, tomó uno de sus más viejos y roídos pinceles, y con impresionante alegría dibujada en el rostro, delineó aquello que escapaba a su atención hasta ahora: aquel lejano mirlo que aleteaba entre el cielo azul y el verde pasto, sobre el fresco lago y bajo el cálido resplandor del sol. Aquella lejana avecilla que con simpática calma volaba, deslizándose en el aire, acompañada por los danzarines vientos, hacia el encuentro con la utópica arboleda que en los confines del horizonte su copa asomaba. Y el pintor tarareaba, y su canto se convirtió en uno con el del ave, y unificadas fueron también sus ansias de vivir, sus ansias de volar.


Súbito el sonido de un pincel al caer sobre el rústico y empolvado suelo de madera inundó la sala. 

Una minúscula mancha desaparecía por entre los distantes abetos, entre el pasto colindante y los más bajos ramajes que le acariciaban…

Y el ave, el ave parecía cantar…

- Elohim Flores.
06/14

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