Trazo a trazo los abetos irrumpieron
dentro de la impoluta blancura eterna, impregnada de una imperceptible charada.
El pintoresco pintor, atareado en su
artística tarea, mecánicamente actuaba cual monótono mecanismo, inmerso en
aquella diaria monotonía, impulsado sólo por el impulso que provocábale el acto
de pintar su pintura.
Había pintado ya aquel mismo paisaje
en innumerables ocasiones pasadas. Conocía como la palma de su agrietada mano
cada gota del lago que en su centro reposaba, cada hoja de cada abeto que a la
lejanía desaparecía, y cada una de las fibras que componían sus amaderadas
cortezas. Cada haz de luz era coloreado de la misma exacta manera y cada
pequeña roca presentaba un pigmento idéntico al de sus hermanas de obras anteriores.
No obstante, la pequeña ave que surcaba el firmamento en esta ocasión (un
mirlo, ciertamente) sólo había hecho acto de presencia en algunas pocas de las
piezas de arte; sólo en aquellas consideradas por el pintor como dignas y
meritorias de completar (ninguna finalizada, no obstante). Cada día la misma
silueta dibujada en el pastizal por la suave brisa de octubre era plasmada con
sempiterna igualdad por el sistemático artista. Cada día, un nuevo lienzo. Cada
noche, un lienzo más.
Algo especial, no obstante,
parecíale encontrar en esta ocasión. Mentir sería si dijese que no había
experimentado ya aquella sensación con anteriores ejemplares, claro está, mas
no era éste motivo suficiente como para poder impedirle sumergirse en la
emoción infantil con la que sólo era comparable aquella maravillosa sensación.
Algo nuevo sentía en aquel proceso, y no se permitiría desaprovechar la
oportunidad que el ingenio (¿quizás?) le otorgaba para dar fin a su hasta ahora
(¿quizás?) inacabable pintura.
Púsose manos a la obra, si así
pudiere decírsele a pesar de encontrarse ya en ello, y remojó su rudimentario
pincel en uno de los pequeños y coloridos charcos a su disposición.
Comenzó con la principal atracción,
un espectáculo que prominentemente hacía acto de presencia en el retrato: el
lago que con serenidad asomaba su superficie por sobre una imaginaria cuenca en
la planicie. No podía permitirse plasmar un lago común, uno como cualquier otro
lago de la familia de las acumulaciones acuosas presentes en el trabajo artístico,
no; debía ser éste único, especial… ideal. Un lago de un azul no muy cálido,
ni muy templado. Un lago de un azul con la suficiente intensidad como para
hacer rechazar la idea de acercarse demasiado, y aún así con una cristalinidad
latente que invitase a zambullirse ante la primera tentación de hacerlo. Un
lago a temperatura lago y color de lago; no más, no menos.
Continuó a la reforma del cuadro el
segundo elemento evidente: el amplio pastizal. No era un pasto cualquiera, sino
uno que danzaba al son del invisible pero indiscutiblemente presente viento. Mas
no se contentaba nuestro amigo con esta simpleza, no. Necesario era hacer del
suyo un pastizal amigable; amable. Nuevas líneas verticales y diagonales color
verde libertad colmaron hasta la última de las esquinas de aquel campo,
convirtiéndolo en algo más que un simple verdor musical: era ahora una alfombra
natural que, al son de la cálida brisa matutina, presentábase a la perfección
como la colcha idónea para admirar la infinita inmensidad de la creación. Cada
espiga parecía formar la hebra de una gigantesca manta tendida sobre un valle
de secretos aguardando por ser revelados.
Percatóse entonces nuestro artista
amigo que algo era de imprescindible índole ante la creación de un lugar que tan
deseoso se presentaba como remoto centro de observación estelar: un infinito
espacio que pudiera ser observado. Necesario era, entonces, un cielo para poder
volar; un firmamento con el cual soñar. El azul ya presente en el recuadro se inundó
de un vívido esplendor, casi mágico, que hacía querer saltar tan sólo para
despegar los pies del suelo y sentir que se pertenecía un poco menos a la
tierra y un poco más a él. Mientras la brochuela se deslizaba con gracia sobre
las fibras del lienzo, topose con una distante circunferencia, demasiado
pequeña para ser el sol; demasiado grande para ser una simple gota salpicada
por error. Cambió nuestro sujeto al instante de herramienta (esto es, de
pincel), y sumergió al segundo en una nueva charca de color. Acto seguido, acarició
con él la pequeña y preestablecida manchilla circular, e inmediatamente la vida
tomó posesión de todo cuanto allí se hallaba presente. El nuevo sol, aunque
igual de pequeño y distante, prestaba su amarillento y caluroso abrazo al ahora
resplandeciente paisaje, reflejándose sobre la superficie del lago cual si éste
de un espejo se tratase, iluminando los distantes abetos, y mullendo aún más el
danzante pasto.
Pocos eran los elementos restantes
que requiriesen especial remodelación. Especial mención merecían los abetos a
la distancia. Fueron retocados con una pizca extra de lejanía, mas no de inalcanzable
presencia, no, sino más bien de forzosa (aunque posiblemente satisfactoria)
meta. Todos juntos, cual sociedad secreta a espera de su más reciente miembro,
aguardaban silentes en el horizonte; expresando con solemnidad que la noción de
longitud y distancia no es menos subjetiva que el concepto de subjetividad
mismo.
El viejo hombre se detuvo.
No había otra
cosa qué hacer. Nada más qué añadir. Nada más qué agregar. Había alcanzado quizás
el límite contra el que tantas veces, de manera gradualmente menos estrepitosa,
habíase estrellado antes (gracioso usar la palabra “estrella” bajo tal
concepción).
Una menguada
tristeza recorrió su ser; una lamentablemente demasiado experimentada ya como
para surtir devastador efecto en sí. Habíase entretenido tan hondamente que
casi había olvidado su cruel condena a la monotonía. No obstante, hondamente
también agradecía haber logrado tal nivel de regocijo con esta última obra. Aunque
fuese durante unos cuantos minutos, nunca olvidaría aquella experiencia.
Había ya
comenzado a preguntarse cuál de tantos habría sido el factor que le había
ayudado a reavivar su artístico existir, cuando reparó en algo desapercibido
hasta entonces: de manera inconsciente y totalmente fortuita, casi
imperceptiblemente y con suma levedad, tarareaba. Tarareaba, sí, y lo había
estado haciendo de principio a fin sin percatarse siquiera de que lo hacía.
Entonaba una ininteligible melodía mientras los trazos inundaban su alma.
Más que
impactarse o sobresaltarse por aquella sorpresa, esbozó una sonrisa, tomó uno
de sus más viejos y roídos pinceles, y con impresionante alegría dibujada en el
rostro, delineó aquello que escapaba a su atención hasta ahora: aquel lejano
mirlo que aleteaba entre el cielo azul y el verde pasto, sobre el fresco lago y
bajo el cálido resplandor del sol. Aquella lejana avecilla que con simpática
calma volaba, deslizándose en el aire, acompañada por los danzarines vientos,
hacia el encuentro con la utópica arboleda que en los confines del horizonte su
copa asomaba. Y el pintor tarareaba, y su canto se convirtió en uno con el del
ave, y unificadas fueron también sus ansias de vivir, sus ansias de volar.
Súbito el sonido
de un pincel al caer sobre el rústico y empolvado suelo de madera inundó la
sala.
Una minúscula
mancha desaparecía por entre los distantes abetos, entre el pasto colindante y
los más bajos ramajes que le acariciaban…
Y el ave, el ave
parecía cantar…
- Elohim Flores.
06/14
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