—¿Puedes ver al espantapájaros?
Cuando la familia Patton invitó a
Thomas a cuidar la granja durante un fin de semana entero, éste apenas podía
creerlo. En primer lugar, los Patton apenas socializaban con sus vecinos, y
solamente hacían acto de aparición en el pueblo durante el festival de la cosecha para
vender e intercambiar las enormes calabazas con las que se les acostumbraba ver
llegar. En segundo lugar, una suma de dinero tan cuantiosa parecíale irreal al
ser ofertada por el simple encargo de pernoctar en una granja durante un par de
días, y apenas podía concebir que alguien en sus cabales fuese tan desprendido
como para permitirle a un completo extraño dormir en su propia casa sin tomar
precaución alguna, y no sólo esto; comprometiéndose además a
proporcionarle una buena cantidad de efectivo por ello.
Era precisamente el festival de la
cosecha el que atraía nuevamente a los Patton al pueblo. El festival se extendería el
fin de semana entero, y el señor Patton expresó a Thomas su preocupación sobre que
alguna persona indeseable se acercase a la granja a causar estragos durante su
ausencia. Cierto era que durante los últimos meses una banda de gamberros,
delincuentes juveniles, había estado haciendo de las suyas en las granjas
cercanas, internándose en los sembradíos para embriagarse, robando cultivos por
aquí y destruyendo cercas por allá, habiendo llegado incluso al extremo de asesinar al perro
guardián de los McLawrence con una honda, y posteriormente secuestrar a uno de sus caballos, abandonándolo a su suerte a unas cuantas millas
de distancia de la granja. Viéndolo de este modo, Thomas encontraba
completamente comprensible que los Patton anhelasen la ayuda de un joven como
él para custodiar su propiedad. Sin más, aceptó la propuesta, y se presentó al día
siguiente con algunos utencilios personales dentro de una mochila.
Luego
de haber visitado el granero, y tras emprender un pequeño recorrido por el
salón, la cocina, los baños, y cada una de las habitaciones de la casa, el señor Patton,
pálido y sombrío, de pómulos sobresalientes y mirada amarillenta, se dirigió junto a Thomas a la entrada, arrastrando los pies
mientras palmeaba la espalda de su nuevo empleado, y, señalando a la distancia, en dirección a un
descolorido y desaliñado espantapájaros, comentó:
—La soledad puede ser aterradora, Thomas, sobre todo si vives en una vieja
granja como ésta, a mitad de la nada. Pero deja a un lado las inquietudes; te
dejaremos algo de compañía —y al decirlo, la enmohecida uña de su dedo índice apuntaba al viejo espantapájaros.
Tras una reseca risotada, añadió, dejando entrever una desagradable hilera de dientes marchitos— Sólo bromeaba, muchacho, pero permite que te
asigne una tarea especial: necesito que te mantengas al pendiente de mi amigo de paja. Mantenle
un ojo encima siempre que puedas, o cuando menos hazlo cada noche, antes de
dormir. Puede que este viejo pedazo de heno y lino te ocasione alguno que otro
escalofrío, principalmente cuando esa empolvada camisa que lleva encima comience
a danzar junto a la brisa nocturna… pero créeme cuando te digo, hijo, que las
noches serían mucho más aterradoras sin él ahí.
Thomas se rascó un poco la cabeza, desconcertado ante la insólita petición.
—Yo... eh... está bien —se limitó a balbucear. No cabía en su cabeza qué clase de valor podía tener un viejo muñeco hecho a partir de pasto seco y retazos de trapo remendados—. Puede estar tranquilo; encontrarán la granja tal y como la están dejando —añadió.
Thomas se rascó un poco la cabeza, desconcertado ante la insólita petición.
—Yo... eh... está bien —se limitó a balbucear. No cabía en su cabeza qué clase de valor podía tener un viejo muñeco hecho a partir de pasto seco y retazos de trapo remendados—. Puede estar tranquilo; encontrarán la granja tal y como la están dejando —añadió.
El
viejo Patton junto a su esposa, una enjuta mujer con el rostro lleno de
amargura, y sus dos pequeños hijos, lívidos y demacrados, de ojos hundidos como sus padres, abordaron la
destartalada camioneta aparcada frente a la vivienda, cargada con grandes y vistosas
calabazas, y se alejaron con presteza, envueltos en una nube de polvo
y hojas de maíz secas.
El primer día transcurrió con
relativa tranquilidad. Thomas se tomó calmadamente todo el tiempo que consideró necesario
para explorar la casa entera a sus anchas. Habría querido que el refrigerador
se hallase mucho más lleno de lo que realmente estaba, y la comodidad de su
habitación dejaba mucho qué desear, pero en términos generales, y fuera del
aburrimiento, encontró cierta tranquilidad al verse en un trabajo tan sencillo. Tras desayunar, se entretuvo unos segundos lanzando un vistazo desde la puerta. Los sembradíos eran extensos, y la vieja carretera de tierra se perdía de su vista. Los harapos del desaliñado espantapájaros ocasionalmente bamboleaban al compás de la brisa, y el sol laceraba los huertos sin piedad alguna. No había mucho qué hacer afuera, y aunque lo hubiese, no habría dado un solo paso bajo el calor abrasador del sol inclemente. El joven dejó transcurrir el resto del día intentando en vano sintonizar alguna emisora en la vieja radio de la sala.
La
primera noche transcurrió con relativa tranquilidad. Thomas decidió hacer
guardia durante un par de horas, sentado en la mecedora de la entrada, observando
pensativo los vastos sembradíos de la familia Patton. El frío nocturno, en conjunción con el
viento cortante y el despiadado brillo lunar, proporcional al ardoroso resplandor matutino, consiguió arrebatarle un par de
escalofríos, y pronto consideró que no sería necesario velar con tal consagración por
la integridad de aquellas tierras. Arrojó una mirada incómoda al inmutable
espantapájaros y se internó en la vivienda, dispuesto a dormir temprano.
Una vez dentro, y justo
cuando comenzaba a mullir una de las ásperas almohadas, el teléfono de la
habitación comenzó a tintinear. Al levantarlo, una desagradable voz se escurrió
a través de los minúsculos agujeros.
—El espantapájaros, Thomas… ¿Puedes
verlo?
Thomas reconoció tras un pequeño
esfuerzo al señor Patton como su interlocutor, tras lo cual expresó:
—Buenas noches, señor Patton… ¿De
qué me habla?
—El espantapájaros… —repitió el hombre con una espesura casi repulsiva impregnando su voz—
¿Alcanzas a verlo? ¿Sigue allí, Thomas?
El joven sentía cierto desprecio
hacia las personas estúpidas, y el señor Patton definitivamente había puesto un
pie dentro de dicha categoría tras hacerle esa llamada. Resignado, decidió dar
una respuesta obvia.
—Así es, señor, hace una hora
estuve haciendo guardia y allí estaba, tal y como lo dejó esta mañana. Esos
pequeños delincuentes no le han puesto una sola mano encima… —Pero en este
momento, Thomas, ¿puedes verlo? —interrumpió con tono reseco el granjero, casi haciéndole sentir a Thomas las pequeñas gotas de saliva que salían
despedidas desde el otro lado de la línea—. Me refiero a este preciso instante. ¿Se
encuentra en su sitio el espantapájaros?
El muchacho, comenzando a hartarse de la exagerada
preocupación demostrada por un pedazo de heno atado con un viejo cabestro, asomó por la
ventana y confirmó la presencia del muñeco en su acostumbrado lugar de vigilia.
—Sí, señor Patton, puedo verlo.
Allí está. Le manda saludos —mofó descaradamente. Luego, continuando, agregó—
Puede estar tranquilo, señor Patton. Puedo encargarme de una pequeña banda de
adolescentes alcoholizados. No hay nada qué temer. Su… espantapájaros está en
buenas manos.
—En efecto, Thomas —contestó con
voz ominosa el señor Patton—. Mientras el hombre de paja te acompañe, no hay
nada qué temer.
El muchacho se mantuvo junto a la
bocina durante unos segundos antes de colgar. Aquel hombre le daba mala espina,
pero nada más. Era una de esas desagradables que se retraen de
la sociedad y acogían su condición como parias, asumiendo todo un aluvión de conductas asociales dentro de su retorcida normalidad. Como tal, esta clase de personas resultaba para Thomas meritoria de muy poco aprecio. Deseaba ansiosamente que aquel
fin de semana se esfumase volando, para poder echar mano a su paga y regresar a
casa tranquilamente.
Thomas
se preparó para a dormir, no sin antes tomar la decisión de asegurar puertas y ventanas por dentro. Nada ni
nadie podía asegurarle que aquellos malandrines no se presentarían ebrios a
altas horas de la madrugada para dar problemas, y prefería tener que ahorrarse
el posible percance encerrándose en la casa, manteniendo cierto nivel de cautela, fingiendo incluso su ausencia de ser necesario. No iba a arriesgar su pellejo por unos fenómenos como los Patton.
La tranquilidad de aquella primera noche fue poco más que relativa. Los
arañazos que producían las cruentas ráfagas de viento dificultaron su descanso,
y el repiqueteo de alguna tabla suelta en la fachada de la vivienda lograba
sacarlo de los nervios durante momentos. La casa rechinaba, la madera enmohecida gemía.
La segunda noche fue un poco más
incómoda. Thomas despertó con sopor al día siguiente y encendió la radio de la sala mientras se preparaba
el desayuno. La interferencia seguía haciendo imposible poder disfrutar de cualquier
estación, y se contentó con entretenerse observando algunas viejas fotografías
sobre la despensa. Retratos lúgubres, desteñidos y ciertamente pavorosos poblaban la empolvada superficie del mueble, y hacían que el muchacho se preguntase si aquella gente sonreía en alguna ocasión.
El
resto del día transcurrió con una monotonía sofocante. La casa apenas ofrecía algo de
comodidad, y una nula cantidad de entretenimiento. Thomas apenas pudo
preguntarse cómo era posible que los chicos Patton vivieran allí sin enloquecer por el hastío,
antes de recordar sus mortuorias expresiones. Intentó barrer el polvoriento piso
de madera, pero el fuerte viento del exterior hacía entrar tanta tierra como la
que lograba sacar.
Agotado de ideas, el muchacho quiso dar un corto paseo hasta el granero, pero la desolada imagen del espantapájaros capturó su atención a medio camino. Al encontrarse cara a… cara con el muñeco, logró detallarlo con detenimiento. Portaba un sombrero de paja destejido, una camisa a cuadros descolorada que ocultaba con gran deficiencia un par de fajas de heno que actuaban como suplentes de las vísceras, y una multitud de cabestros que lo apertrechaban de un modo sumamente descuidado. Su rostro estaba hecho a partir de tela de lino a todas luces rellena de mucho más heno, y en él se encontraban bordados dos asimétricos ojos con forma de “X” sobre unos labios socarrones a medio coser. Thomas lo observó durante largo rato. Apenas habría dado dos centavos por ese montón de basura. Diablos, habría pagado para que se deshicieran de él. Decidió dejarlo en paz, y retrocedió a la casa. Antes de cruzar la puerta, no pudo evitar volver en sí y arrojar una mirada en dirección al espantapájaros. Le intranquilizaba hondamente sentirse observado por la espalda, y aquel esperpento comenzaba a ponerle la piel de gallina. Prefería haberse sentido completamente solo en aquella extensa propiedad. Decidió no volver a darle la espalda al aborrecible muñeco, por muy estúpido que esto hiciera que se sintiese consigo mismo.
Agotado de ideas, el muchacho quiso dar un corto paseo hasta el granero, pero la desolada imagen del espantapájaros capturó su atención a medio camino. Al encontrarse cara a… cara con el muñeco, logró detallarlo con detenimiento. Portaba un sombrero de paja destejido, una camisa a cuadros descolorada que ocultaba con gran deficiencia un par de fajas de heno que actuaban como suplentes de las vísceras, y una multitud de cabestros que lo apertrechaban de un modo sumamente descuidado. Su rostro estaba hecho a partir de tela de lino a todas luces rellena de mucho más heno, y en él se encontraban bordados dos asimétricos ojos con forma de “X” sobre unos labios socarrones a medio coser. Thomas lo observó durante largo rato. Apenas habría dado dos centavos por ese montón de basura. Diablos, habría pagado para que se deshicieran de él. Decidió dejarlo en paz, y retrocedió a la casa. Antes de cruzar la puerta, no pudo evitar volver en sí y arrojar una mirada en dirección al espantapájaros. Le intranquilizaba hondamente sentirse observado por la espalda, y aquel esperpento comenzaba a ponerle la piel de gallina. Prefería haberse sentido completamente solo en aquella extensa propiedad. Decidió no volver a darle la espalda al aborrecible muñeco, por muy estúpido que esto hiciera que se sintiese consigo mismo.
El
sol se ocultó sin crepúsculo. La luna salió sin romanticismo. La noche cayó con
presura y pesadez.
El teléfono repiqueteó nuevamente.
Thomas lo levantó.
—¿Señor Patton? —adivinó.
—Escucha, Thomas… el
espantapájaros, ¿continúa allí el espantapájaros?
—Así es, señor Patton, pude comprobarlo
hace unos cuantos minutos atrás… —No, escucha, Thomas, es apremiante saber si
el espantapájaros se encuentra en su sitio en este momento —interrumpió el
granjero con una voz que se arrastraba con esfuerzo inhumano fuera de su garganta reseca, tal y como había hecho la noche anterior.
Thomas
apretó el teléfono y los dientes al unísono. Realmente no podía comprender
cuánto valor podría tener un maldito muñeco de paja como para merecer tanta
atención. Aquel hombre había logrado sacarle de quicio, y no podía permanecer
callado.
—¡Óigame, el muñeco está bien! ¡Ni siquiera la maldita brisa ha logrado
arrancarle el sombrero, y así, le aseguro, continuará hasta su regreso! —exclamó exasperado. Posteriormente, con actitud retadora, añadió— De todos
modos, no comprendo quién querría un horrible espantapájaros frente a su casa.
No hace más que perturbar la visión del campo. ¿Es que acaso no le da mala
espina ese horrendo espantajo?
—Es que no lo comprendes, hijo —replicó el granjero mientras se aclaraba la voz—. Resulta mucho más aterradora la soledad total que la sensación de
una presencia intranquilizadora. La ausencia. La imprecisión. Esas son cosas que
realmente pueden helarte la sangre.
Tras
despedirse y colgar, sin haber encontrado un modo cómodo de culminar la “conversación”,
Thomas cerró una vez más todas las entradas de la casa sin poder evitar
arrojar una mirada de soslayo a través de la ventana, observando cómo aquel
despreciable espantapájaros continuaba en vela en el mismo exacto lugar de siempre.
Tras esto, se lanzó furibundo a la pétrea cama, esperando que el golpe lograse
dejarlo sin conciencia para evitar pensar en su estúpido empleador mientras
conciliaba el sueño.
Extraños
traqueteos producto indudablemente de alimañas nocturnas dirigieron la fúnebre orquesta
de sus pesadillas mientras la luna lo atestiguaba todo desde su invernal palacio.
Crujidos de ultratumba.
La tercera noche amenazaba con
tornarse en una tormenta seca. Espesos nubarrones, negros como la ceniza habían engullido entero el día y ahora ocultaban el frío resplandor plateado de
la luna; tan sólo su reverberación traía algo de claridad espectral a la granja. El mundo
era gris, y se hallaba acompañado por una gélida temperatura para acompasar
aquella extraña representación artística. El muchacho, hastiado, había decidido
dejar pasar el tiempo con desdén e indiferencia, y apenas caer la tarde,
se había recluido ya en la habitación que había estado ocupando durante aquel pesumbroso fin
de semana, decidido a no salir de allí sino hasta el día siguiente.
Tirado en la cama, oscuros pensamientos
y destellos oníricos comenzaron a girar sin tregua alguna en su mente, induciéndolo a un
incómodo sueño. La tierra se marchitaba, y el cielo comenzaba a desteñirse. Los
Patton, aparecidos milagrosamente frente a la casa, languidecían hasta
postrarse sobre los cultivos de su propia granja, y lentamente comenzaban a
metamorfosearse en zarzas y enredaderas que se incrustaban en el polvo y el
lodo seco, entretejiéndose en una protuberancia de rostro humano que sobresalía entre calabazas deformes y putrefactas. El joven lo observaba todo con terror, pero su voz había desaparecido
dentro de un espejo, y cuando quiso recuperarla, apreció pasmado cómo su rostro
entero había desaparecido junto a ella. El crepúsculo lo vigilaba y sonreía burlescamente mientras emitía una extraña resonancia. Un vórtice irreal había abierto sus
fauces sobre el granero y había comenzado a succionarlo, prometiendo con voz de
trueno y voluntad infernal que el alma del desdichado muchacho sería la
siguiente en desaparecer a través de sus torbellinos profanos. Y el
espantapájaros, inmóvil… se limitaba a presenciarlo todo. Impasible.
Inalterable. Inamovible.
Eterno.
El sonido del teléfono lo despertó.
Condicionado por las noches anteriores, y cansado de discusiones infructuosas, Thomas
lo levantó de la pequeña mesa en la que siempre reposaba y, mientras aún
tintineaba, mecánicamente y con sopor, prediciendo el motivo de la llamada, deslizó
los cortinales de la ventana mientras levantaba el cristal, provocando un desagradable
chirrido en las bisagras. Asomó su cabeza con pereza, intentando lanzar una
rápida oteada a los sembradíos, al tiempo en que presionaba el suave botón
verde del teléfono para contestar. La añeja voz del señor Patton escapó de la
bocina.
—Thomas, ¿puedes verlo? ¿Puedes ver
al espantapájaros? —La acostumbrada pregunta casi dejaba divisar cierta melodía
sardónica, como si el señor Patton dejase entrever sus mohosos incisivos
mientras entonaba las palabras.
La tercera noche había amenazado con
tornarse en una tormenta seca, y cumplió con su palabra. Truenos dantescos
agitaban la atmósfera, y vendavales vesánicos hacían aullar lamentaciones a la vivienda entera.
El granero profería lastimeros gemidos mientras gruesas y esporádicas gotas estallaban sobre su tejado. El joven apenas había reparado en el cambio climático. Y poco importaba ya.
—Thomas… ¿puedes ver al
espantapájaros? ¿Puedes verlo?
La voz se perdía en la mente del
muchacho.
—¿Puedes ver al espantapájaros? —repitió el señor Patton.
Thomas
asió el teléfono con férrea rigidez, y su mandíbula se tensó con salvajismo.
Pero
Thomas no respondió. El sembradío estaba desierto.
El
espantapájaros se encontraba a sus espaldas.
- Elohim Flores.
Historia desarrollada a partir de una idea nacida en una conversación con mi madre.
ResponderEliminarFeliz cumpleaños, brujita. Esto, y todo, es para ti, y por ti. Te amo.
Jajajajaja...¡Oh, por Dios!
Eliminar¿Quién eres en esta enorme jauría, mi Pequeño Poeta?
¡Sólo me basta saber y sentir que te Amo!
Te amo, mamá.
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