Salamanca. 13 de diciembre de 1900
Sr. D. José Enrique Rodó
Mi muy
distinguido amigo: En “La Lectura”, revista que con el nuevo año empezará a
publicarse en Madrid y en la sección bibliográfico-crítica de letras
americanas, sección de que me he encargado, hablaré de su Ariel, sin
perjuicio de dedicarle un ensayo, para el que tengo tomadas no pocas
notas. Mi nombramiento para rector de esta antigua Universidad y el viaje que
una vez nombrado tuve que hacer a Madrid para tratar de diversos asuntos con el
ministro de Instrucción Pública me han retrasado no poco en mis particulares
trabajos literarios y científicos. No hace aún cuatro o cinco días que los he
podido reanudar. Sobrevínome la inesperada propuesta del ministro precisamente
en los días en que más enfrascado estaba en una novela pedagógica-humorística
en que pienso fundir, fundir y no mezclar, elementos grotescos y
trágicos y tal vez le ponga a modo de epílogo un ensayo sobre lo grotesco como
cara de lo trágico. Allá veremos. Mil gracias por lo que respecto a mis Tres
Ensayos me dice. Yo, lo confieso, no solo no soy latino de raza (como vasco que
soy), sino que aunque con la mente procure comprender el latinismo, mi corazón
lo rechaza. Culmina, a mi entender, el espíritu latino en el catolicismo, hasta
tal punto que aun los librepensadores latinos son católicos sin saberlo. Esa
concepción social y estética de la religión es hondamente latina (Renan era un
católico malgré soi; basta ver su posición frente a Amiel), y yo me
siento protestante en lo más íntimo del protestantismo (Harnack, Ritschl,
Hermann, etc. me han convencido de ello). Pueden parecer análogos un
positivista o un panteísta latino y otro germánico, pero si ahondando en la
idea llegamos al sentimiento y modo de sentir el mundo y la vida, al punto
vemos que el uno sigue siendo católico y protestante el otro después de haber
rechazado todo dogma de una y otra creencia. Proudhon y De Maistre son hermanos
en espíritu. Y yo, se lo repito, me siento con alma de luterano, de puritano o
de cuáquero, el ideocratismo latino y su idolatría me repugnan; me repugna su
adoración a la forma y su tendencia a tomar la vida como una obra de arte y no
como algo formidable y serio. Renan le decía a Amiel que el pecado es la gran
preocupación de toda alma protestante y que no lo es de la católica, y lo
siento así. Estudio lo francés, procuro penetrarlo, pero no logra seducirme. Y
lo que menos veo en lo francés es la amplitud: es, con apariencias de amplio,
uno de los espíritus más estrechos. Acepta a Carlyle, a Ibsen, a Nietzsche (a
quienes creo que difícilmente sentirá del todo, aunque los entienda bien, quien
no haya protestantizado su corazón) pero los acepta por moda, por snobismo, por
algo más noble, por leal deseo de ensancharse, pero en el fondo sigue
teniéndolos por bárbaros. No hay más que leer a Brunetière, a Lemaître, a
Barrès, a Zola (ese archilatino de espíritu enormemente estrecho). Grande es
Taine, grande Guyau, pero ni uno ni otro supieron sacudirse de su espíritu:
basta leer lo que del inmenso Wordsworth dice aquél. Tal vez sean el latino y
el germánico espíritus impenetrables, porque tampoco sintió Carlyle la grandeza
de Voltaire ni hay genuino teutónico que vea el genio de un Racine o de un
Flaubert. Y en esto me declaro germánico. Y voy más lejos, llegando a afirmar
que el pueblo español es un pueblo que sin tener fondo latino está latinizado
por siglos de lengua románica; es un pueblo de fondo berberisco domesticado por
el pueblo romano. Y en nosotros, los vascos, que hemos conservado nuestra vieja
lengua, se ve cuánto a nuestro espíritu repugna lo latino. Sin tener más de
germanos, nos penetra más, no sé por qué, el alma germánica. Aquellos de mis
paisanos que viajan y aprenden lenguas se enamoran antes de lo inglés o alemán
que de lo francés o italiano. Pero repito que en el fondo acaso más educadoras
que las lenguas veo las religiones, y divido a los europeos todos, crean o no,
sean con la mente agnósticos, o ateos, o deístas, o panteístas, en
católicos y protestantes. Y mi alma es luterana. De esto, de esta pobre nación
y de nuestra juventud española, ¿qué he de decirle? La raza española está in
fieri, está por hacer, es, como dirían los escolásticos, no un término a
quo sino un término ad quem. Necesita, creo yo, un impulso religioso
en el más hondo sentido de este vocablo, no dogmático; necesita un Tolstoi
castizo, una castiza Reforma. Inicióse con los místicos, con aquel poderoso
anarquista San Juan de la Cruz, pero la Inquisición católico-latina la ahogó en
germen. También yo me complazco en reconocer que por muchas que sean las ideas
que separen siempre nos hemos de unir en espíritu, en el deseo, asequible o no,
de penetrarnos mutuamente. Porque viendo yo la resistencia subconsciente de mi
alma a hacerse latina mi conciencia me dicta una constante labor para
comprender lo latino y apreciarlo y respetarlo. Aprecio cuanto de generoso, de
noble, de sincero, de original hay en su Ariel y así lo haré constar,
por más que mi corazón me tire por otros caminos. Toda idealidad es fecunda y
purificadora, y jamás caeré en la soberbia de suponer que se refleja en mi
espíritu todo lo que el mundo necesita. Necesita de latinismo para corregir y
completar nuestra acción; que por sí solo haría acaso sombría e imposible la
vida; es otro lado de la vida del espíritu, no menos necesario, no menos
grande, no menos noble que los otros. ¡Qué exacto lo que me dice de que España
es anciana y América infantil! Hay que trabajar. Su obra de usted es la más
grande, a mi conocimiento, que se ha emprendido últimamente en América. Hay que
sacudir a los pueblos dormidos y que penetren en sus honduras, que en ellas nos
encontraremos todos. Porque hasta los dos valores que yo creo más
irreductibles en nuestra cultura, el catolicismo y el protestantismo, ¿no
tienen acaso una raíz común? A llegar a la raíz común de las cosas hemos de
tender, y a ella se llega por distintos caminos, por el Bien, por la Verdad,
por la Belleza, por la Religión, por la Ciencia, por el Arte... ¿qué importa el
camino? Tenemos un fin común, desde nuestros caminos nos animaremos y
saludaremos y aún podremos darnos las manos porque de continuo se cruzan y
entrecruzan y se confunden. Y... es que hay caminos diversos. No, amigo Rodó,
lo que nos une en realidad no es mucho, es todo. Es todo. Reciba,
pues, fraternal abrazo de
Miguel de Unamuno.
Salude a Reyles,
a quien escribiré pronto.
Unamuno subrayó algunas palabras en su epístola, y decidí respetarlo durante la transcripción (ésta proviene del Epistolario de Miguel de Unamuno y José Enrique Rodó, de la Biblioteca Saavedra Fajardo, encontrado online).
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