
Hay días que se caen a pedazos, y
llueven, como monzones. Y te empapan de condena. Días en los que el firmamento
se desprende, fragmento a fragmento, y las horas tienen el peso de un lastre
vacío. Y entonces las nubes grises se despejan y asoma el sol, pero sus rayos
son lívidos y su calor pálido, blanquecino. Y caminas pero la meta no existe. Y
respiras, pero el aire es ácido y corrosivo. Y paseas por las veredas de la
vida pensando en el nunca y el jamás, y bajas la mirada aún cuando tu espíritu,
agraviado, te ordena que la levantes. Y tus piernas se mueven por inercia, y el
desprecio te carcome el alma. Y tu mente vuela como una cometa llena de agujeros.
Y a cada huella que dejas en la senda un suspiro te abandona. Y la expresión de
tus pupilas suplica un “basta”. Y la comisura de tus labios dibuja una sonrisa
inversa. Y deseas con todo tu corazón poder abandonar la cáscara que te ata al
mundo, pero comprendes con inmediatez que tu dignidad aún te prohíbe zarpar del
puerto fantasma en el que has atracado. Y entonces, sólo dejas que tus pies
anden, sin andar, y que tus ojos vean, sin mirar. Y prestas oídos sordos a los
murmullos que te envuelven. Y desandas el camino andado, con la mirada gris del
cielo nublado en tu semblante, y la humedad fúnebre de la lluvia calando tu
voluntad.
Hay días que se caen a pedazos, y
caminas sin llegar.
... Cómo odio esos días.
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