domingo, 14 de febrero de 2016

Humo y Vino- Párrafo 1


            La lluvia bañaba las calles nocturnas y cada fría gota caía con un imperceptible pero definitivamente existente chasquido sobre la lánguida y pálida piel de nuestro protagonista. Suficientemente interesante como para merecer especial mención, de haberle sido preguntado personalmente, habría argumentado afanosamente que, más que el de protagonista, se le había otorgado un papel de “extra” en el teatro de la vida. Había nacido con las condiciones perfectas para interpretar ese típico arquetipo, aquél que siempre sobra, pero sin el cual existiría ese espacio vacío que tan molesto resulta a la simetría de la naturaleza (no obstante, del cual nadie más que el director de la obra se percataría). Si algún día su pálida vida lograba atraer la atención de un escritor de segunda, y el más ambicioso y emotivo episodio de su trayecto a través del mundo fuese seleccionado para ser adaptado dentro de las páginas de una novela; qué decir novela; de un cuento corto cualquiera, no cabía en él la menor duda de que la totalidad de aquella historia podía ser abarcada por completo en un largo, mediocre, simplista y literalmente anémico párrafo (mal redactado seguramente); un párrafo que se valdría de cualquier baja artimaña contra la gramática y la lingüística para asegurarse de no ser sucedido por un semejante; uno aún más nefasto e innecesario (otro párrafo, esto es). No era este chico exactamente el pez más brillante del estanque, ni el más llamativo. Podría haberse llevado, de hecho, el primer puesto al bajo perfil del año. Pero a él exactamente no le importaba. O quizás sí, pensaba para sus adentros mientras tarareaba mentalmente aquella canción sobre Jericó. Habíase acostumbrado ya a las gélidas y solitarias caminatas a casa, pero no lograba conciliarse aún con la ciudad nocturna. Aquella espesa atmósfera llena de ominosas presencias y angustia etérea. Aquel firmamento negro como el azabache que le obligaba a bajar la vista cuando la elevaba en busca de respuestas. Era un mundo hostil, lleno de luces muertas, aire viciado y sonidos infernales; oscuridad sempiterna, atmósfera enclaustrada y silencio atronador. Siendo su vida un poco monótona como se repetía siempre a la menor oportunidad, no podía esperanzarse con la acometida de algún evento extraordinario que le liberase de la prisión que representaba la ciudad; ningún milagro que doblase las barras que eran los edificios, aquellos titánicos monumentos al desprecio, aquellas columnas de frío concreto que le expresaban de muy buena gana lo poco bienvenido que era a la seguridad que para otros más afortunados representaban. Con los ojos abatidos por el embate del día transcurrido y la delgada anatomía pidiendo a gritos un descanso de la realidad, arrastrando los pies por el peso de aquello que nunca existió, y apartando de su rostro las gotas que azarosamente deslizábanse hacia su barbilla, el joven debatía mentalmente, tal y como  tantas veces lo había hecho, la razón de su ser. Mientras hacía un paréntesis para plantearse la diferencia existente, de haber una, entre el ser y el estar, lenta y robóticamente, cual autómata, se acercaba al viejo edificio del teatro de la ciudad, reinaugurado no mucho atrás. Algo que detestaba era la despiadada actitud de la muchedumbre en aquella ciudad nocturna. Le gustaba comparar la urbe con un bosque, una gigantesca selva en la que él no era más que un pusilánime transeúnte sin otra aspiración que la de poder atravesarla sin contratiempo alguno, noche tras noche, presuroso a refugiarse al calor de su solitaria cabaña, perdida en los linderos del arbolaje. Las sirenas, bocinas y rugidos de motor se convertían al llegar a sus oídos en aullidos solitarios, llantos de dolor y bramidos de bestias hambrientas y acechantes tras la maleza y el follaje. “No sabes vivir”, expresaba para sí con cierta regularidad e innegable descontento. “Es por eso que nunca disfrutarás de los privilegios que ofrece la vida”, se explicaba, “y jamás comprenderás el por qué de tu infelicidad”, se castigaba. Con esas pequeñas charlas autosostenidas encontraba el alivio que la ciudad drenaba de su ser. Esto es, un falso alivio, pero mejor que nada, sin lugar a dudas; extraño alivio ése, pero no era el mensaje aquello que lo reconfortaba, sino más bien la ilusión de un interlocutor que encontraba explicaciones crueles pero razonables y completamente lógicas a sus múltiples autodenominados fracasos; un interlocutor que podía comprenderlo y leer a través de cada una de sus acciones. En ocasiones sus ojos se inundaban de lágrimas que nunca lograban escapar del azote de la mano que las exprimía justo antes de que se liberasen del yugo del lagrimal (salvo aquellas afortunadas que conseguían amalgamarse con alguna gota de lluvia en su nómada travesía a través del rostro), y su mirada se enrojecía cual el reflejo de la luz carmesí del semáforo sobre el húmedo e irregular pavimento de la calle, produciendo un leve picor que el joven errante trataba de disimular con todas sus fuerzas, a pesar de la total ausencia de algún ser viviente en las proximidades a quien ocultar su reprimido llanto, muerto antes de nacer. Junto al intermitente reflejo de aquella inclemente luz roja, notaba también el reflejo melancólico producido por los faroles que se alzaban sobre el empedrado, quienes vanamente se empeñaban en hacer su trabajo e iluminar la acera para hacer de ella un sitio más acogedor; el sólo pensarlo movía a risa, pero luego el hilarante razonamiento desaparecía de su mente al hacer caso omiso de la intensa oscuridad celeste, ese lóbrego velo que prohibía el tránsito de la mirada, y escudriñar cada vez más en lo alto en busca de luz, dando con el pálido, opaco y fantasmal resplandor de la luna. Le recordaba un poco a él mismo, revolcándose en su autocompasión pensaba, mas pronto se olvidaba de ella y desviaba su atención a los otros sentidos que bombardeaban su masa encefálica. Era imposible ignorar del todo la inclemente sinfonía que la lluvia interpretaba para el disgusto (o deleite) de su piel. Diversas tonalidades y matices que iban de templado a frío, y de helado a gélido, inundaban su pesar y empapaban sus ropas mientras agregaban una nueva dimensión de ignominia a su pesadumbre. Pero no quería ser malinterpretado, no; nuestro preciado protagonista (o personaje de “relleno”) amaba la lluvia; le recordaba a un viejo y empolvado sueño suyo. No, nuestro protagonista encontraba en la lluvia un nostálgico y dulce recuerdo, pero odiaba la soledad, y el frío y la humedad sólo contribuían a empeorar el ambiente infernal que pavimentaba aquella clase de caminatas nocturnas. No obstante, contaba en el haber de su arsenal con una herramienta de cuyo uso abusaba incluso más allá de los límites del abuso mismo (si es que tales existen). Tenía la increíble e irrefrenable capacidad de enjalbegar, tejer y recrear a su alrededor un mundo irreal en donde ocultarse; una dimensión de espejismos que le cobijaba de la áspera realidad que le congelaba el alma. Mientras su fantasía esmeralda se entretejía más allá de la tela de la realidad, y elucubraba cada uno de los cientos de arcos argumentales que se entrelazarían en el desenlace de su filme mental, gustábale repetir al otro lado del espejo aquellas mundanas frases que había aprendido alguna vez al leerlas en algún sitio. Odiaba el efecto placebo que producían por sí mismas nada más que un puñado de palabras ingeniosas, pero no podía evitar encontrar algo de paz al recitar cosas como “La pelea no termina hasta que termina” y “Un paso a la vez”, y cuántas otras ridículas frases distorsionadas por una mala memoria, que en algún momento de su vida habían representado un pequeño, efímero y espontáneo antes y después en el panorama. Perdido en el universo de sus pensamientos, pensando en el aquí y el después, en el antes y el por qué, en el ahora, en el cuándo, y en el cómo, en el cómo había perdido el camino a lo desconocido y se había descarrilado del riel a ninguna parte, atravesó la calle luego de observar atento y asegurarse de que ningún auto se acercase lo suficiente como para hacerle considerar siquiera la necesidad de apresurar sus pasos o inclusive ¡Dios no lo quisiera! verse obligado a esquivar algún conductor desprevenido por las blancas estelas de lluvia que se producían al hacer contraste con las tinieblas de la noche. ¿Se arrepentía de algo? ¿Almacenaba su espíritu algún remordimiento?... Se arrepentía de todo. Cada uno de sus pasos tenía la carga de lo que pudo y no fue. Cada una de las gotas que colisionaban contra su rostro tenía el peso muerto de lo que nunca tuvo y aún así perdió. Al parpadear atisbaba imágenes de la vida que dejó escapar estando muerto. Y luego observaba a su alrededor lo que se escabullía de su atención mientras la mantenía ocupada observando fantasmas tras el espejo, y lamentaba la inevitable pérdida de lo que nunca tendría a causa de su pequeño bucle de desperdicio y muerte en vida, y muerte viva. Lloraba el pasado mientras se perdía el presente. Temía al futuro, al imaginarlo convertido en el pasado de un destino ulterior desperdiciado. Temía a la vida y le espantaba la muerte. Pero aquello que más pesaba, aquél, su mayor remordimiento, el grillete de la cadena indestructible, el ancla de su alma, era tan simple como una pequeña idea que laceraba su ser: “Jamás aprenderás a vivir”. Había intentado olvidar, mil veces perdonarse y otras mil desentenderse de su mal día eterno, de su mala noche perpetua, pero nunca pudo alcanzar la meta de seguir más allá del punto de no retorno, continuar siempre adelante sin resucitar de la tumba a todos aquellos demonios que había intentado enterrar. ¿Nunca podría acaso aprender a vivir?... En eso ocupaba su mente, como mil veces había hecho antes, cuando el mundo de fantasías y el reino de tormentos se desdibujaron repentinamente, desvaneciendo todo pensamiento y raciocinio de la mente de nuestro protagonista, y formando una cortina de gotas que con sutileza abrió sus alas para dar paso a una mesmerizante figura de cabello largo que salió de las viejas puertas de madera del teatro, con un paraguas entreabierto. El joven interrumpió su taciturno andar sin saber siquiera el por qué, y observó ensimismado desde el fondo de su fosa a la joven que sobre un pedestal había hecho acto de aparición. No supo el cómo, mucho menos el por qué, pero sus ojos carmesí se depositaron sobre su mirada escarlata, y se sintió petrificado al observar cómo aquellas cejas tatuadas en el lienzo de su rostro cambiaron de posición, suavizando su mirada al encontrarse con la suya. El joven, empujado por un impulso irrefrenable, desvaneció su imperceptible gesto de sorpresa por un aún más imperceptible gesto de diversión, en respuesta al de ella. No supo el cómo; mucho menos el por qué; pero comprendió que su vida, aquel largo, extenso y dilatado párrafo ininterrumpido, había súbitamente alcanzado un punto

y aparte.


Párrafo 1

- Elohim Flores.
Entre la segunda mitad del 2014 y la primera del 2015.
[Fragmento de “Humo y Vino”]

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