La literatura parece no
ser lo que antaño personificaba. Día tras día la relevancia que representa cada
nueva novela se diluye entre las manos de los lectores, y pocos hitos han sido
marcados en los últimos años; décadas inclusive. Esta deficiencia artística
halla lamentablemente sus raíces en los escritores más que en sus escritos, y
si bien es ilógico esperar de los artistas contemporáneos los mismos resultados
de los maestros clásicos, es innegable la actitud superficial que prolifera en
el mundo literario de la actualidad. No se exige de ellos obras maestras, magnum opus literarios, pero se espera cuando
menos resultados con la suficiente profundidad como para no provocar la pérdida
de la esperanza en las generaciones actuales de lectores.
Podrían dilucidarse
muchas causas a esta insuficiencia artística, pero quizás una de las más
prominentes sea el olvido en el que han sido sumidas las obras clásicas.
Olvidar las raíces implica carecer de los cimientos necesarios para establecer
una estructura estable. La gran cantidad de autores de siglos pasados no sólo
establecieron precedentes a partir de los cuales fue desarrollada la literatura
actual, sino que sus escritos representan singulares fuentes de conocimientos
que acumulan en su seno cantidades inimaginables de dataciones de los más
diversos tópicos; registros históricos enteros de una época determinada que
esperan por ser analizados hasta la médula. La comprensión integral del pasado
permite una formación completa que fortalece las aptitudes con las cuales
emprender el largo camino de la escritura (una verdaderamente significativa);
genuina nave con la cual poder zarpar tras nuevos mundos. Dante, “el supremo
poeta”, fue uno de tales escritores dignos de toda la atención posible; y la
trascendencia en la que se halla imbuido, tal y como sucede con otros maestros,
rompe incluso los moldes literarios.
¿Era realmente Dante
tan sólo un poeta? La respuesta es no; quizás aún sin llegar a percatarse de
ello en su época, este gran escritor representaría un punto de referencia no
sólo en la poética sino también en la teología e incluso en la filosofía misma,
albergando en sus obras la esencia del pensamiento medieval previo a su
evolución renacentista. Su más emblemática obra, La Divina Comedia, congrega
dentro de sí toda una plétora de matices histórico-teológicos que permiten
confeccionar una visión prácticamente perfecta de la realidad escolástica.
Sin ánimos de
profundizar en ello, es necesario apuntar que la visión del pensamiento
medieval tenía un claro norte: la búsqueda de la verdad, entendiéndose por verdad a Dios, quien era visto como el ser único, supremo, necesario,
infinito e indivisible. Con el fin de alcanzar el objetivo de concebir una idea
como tal y encontrar las explicaciones necesarias que pudiesen justificar la
existencia de la pieza fundamental de su credo, la religión cristiana se valió
de los razonamientos filosóficos de pensadores griegos antiguos completamente
execrados hasta ese momento, de modo tal que dicha noción pudiese ser asentada
e inclusive sistematizada. Así, pues, la escolástica hizo de la razón una
herramienta al servicio de la fe. Dante logró capturar de manera magistral en
su obra tal dinamismo entre fe y razón, entre visión cristiana y filosofía
griega; entre Dios y el hombre. Entre lo divino y lo mundano.
Existen en La Divina
Comedia algunos momentos dignos de mención como puntos decisivos para un
análisis filosófico; vale la pena hacer mención puntual a ellos. Apenas se da inicio
a la narración, las alegorías diluvian sin tregua alguna. Dante, símbolo de la
humanidad con sus debilidades, remordimientos y aspiraciones, comienza su
odisea en una selva incognoscible, representación del oscurantismo y la
ignorancia en la que se halla envuelto de manera inefable el hombre, y
perseguido además por bestias, entidades equivalentes a los pecados, hostigando
siempre alma y mente de quien vive en la incertidumbre. El pesar del
desconocimiento y los peligros morales amenazan con abatirlo hasta que es
rescatado por el poeta romano Virgilio, símbolo a todas luces de la razón, del
saber filosófico, de la flama del pensamiento. Virgilio conduce posteriormente
a Dante a través del Infierno y todos sus círculos, y juntos logran atisbar los
horrores y castigos a los que se ven sujetos los pecadores. Sólo gracias a la
sabiduría filosófica, puede interpretarse entonces, es capaz el hombre de
escapar del aprisionamiento asfixiante de la ignorancia, y abrir los ojos al
mundo que a su alrededor estalla en corrupción; un mundo en donde el dolor y el
castigo abunda, en donde el malhechor y el malvado deambulan, un mundo de
llamas y sufrimiento, de pecadores e infieles.
Dante y Virgilio
arriban juntos al Limbo o Purgatorio, lugar en donde moran, entre otras,
inmensa cantidad de almas de filósofos de la talla de Aristóteles; los llamados
“nobles de pensamiento”, hombres que no ejecutaron pecado alguno, pero que
cometieron la falta de la ausencia de fe y la incapacidad de haber sido
bautizados. Infieles no del todo condenables, podría decirse. Virgilio, siendo uno
de ellos, se ve obligado a abandonar su papel de guía y permanecer en aquel
triste sitio, debiendo morar en este irónico recinto del pensamiento, cuyos
habitantes no tienen cabida alguna en el Paraíso. Si bien podría considerarse
esta escena como una representación de la condena a la razón, la situación
posee una profundidad mucho mayor. Ciertamente, Dante deja percibir ese aroma
tan propio de la escolástica, ese matiz de reprobación al pensamiento libre presente en
toda religiosidad; no obstante, no sólo se trata de una visión ciertamente
constrictiva, sino (casi como un sarcasmo del supremo poeta) inclusive racional:
manteniendo siempre la fiel panorámica medieval y ciertos designios altamente
relevantes de Tomás de Aquino, es simplemente imposible que un filósofo logre
avanzar a la iluminación del Paraíso sin abrazar la fe.
Dante no margina a los
pensadores sino que reconoce en ellos la trascendencia de haber alcanzado un
cómodo lugar en la otra vida aún sin haber transitado el camino de las
revelaciones. Aún más, es de suma importancia notar el hecho de que Virgilio
comprende que su función guía alcanza el límite al llegar al Purgatorio. Así,
pues, la razón no sólo conduce al ser humano y le otorga la capacidad de
dilucidar cuanto se le presente, sino que también permite desarrollar en él un
sentido de autoconsciencia y conocimiento de la contingencia inherente a él
como ser mortal que es. Es tal la alabanza a la filosofía que Dante incrusta en
su magnánima obra (dentro de los límites de la ideología cristiana medieval,
claro está) que aunque gran parte de los filósofos mencionados sean de la
antigua Grecia (mención digna es la de la permanente aparición de
figuras mitológicas, muestra sin lugar a dudas de la asunción de la sabiduría
griega dentro de sus principios religiosos a pesar de la clara disonancia entre
ambos), también pueden encontrarse en el Purgatorio, léase bien, pensadores
musulmanes, aún cuando todo infiel debiera pertenecer indudable e inexorablemente al
infierno (comprobable con la aparición de Mahoma en él). Ciertamente, tanto
Avicena como Averroes hacen su aparición en el Limbo, y, aunque ambos profesen
una filosofía religiosa contraria a la cristiana, su mera condición de
razonadores les otorga, a ojos de Dante, el boleto a una existencia mucho menos
tortuosa que la del Infierno. Inclusive (y muy sorpresivamente) Siger de
Brabante, declarado averroísta de origen latino, es posicionado en el Paraíso
aunque sus ideas entrasen en conflicto claro y directo con las de la iglesia.
Es, así, completamente evidente que Dante no condena realmente a la filosofía;
sólo reconoce sus límites según la visión cristiana de la época, y los
establece de manera muy clara.
Ya que se implica la
necesidad de que Dante continúe su marcha (la humanidad debe completar su
destino último: el de trascender la existencia y alcanzar la santidad), la antorcha
es entregada a Beatriz, la tan amada y sublime musa de sus inalcanzables sueños.
Beatriz es introducida como el último elemento, el necesario para la resolución
de la ecuación: la fe, la teología, pura e idílica. El amor y la gloria sagrada
encarnados. Beatriz simboliza la luz que aclara la senda marcada por la razón.
La fe no erradica los fundamentos lógicos que cimentan la vida del hombre, sino
que les proporciona una meta a la cual apuntar; por lo tanto, más que
antagonistas, fe y razón son complementarias. No obstante, es necesario señalar
que lo proporcionado por la religiosidad se encuentra por completo fuera del
alcance de la razón, y es inaccesible para los principios del pensamiento. Sólo
a través de las revelaciones, como indicaba Aquino, es capaz el hombre de
alcanzar la iluminación. Aún así, la filosofía implanta ciertos adoquines
imprescindibles para el tránsito de la religiosidad; si bien la razón no es
requisito para la salvación, es de vital importancia para la formación de los
principios y valores, así como de la visión ética y la apreciación teológica
necesarias para enrumbar el conocimiento cristiano que apoyará a la fe.
Un aspecto de interés
es que Beatriz se presenta como la radiante figura redentora tras el triste mundo
gris del Purgatorio, y por extensión, del pensamiento. De este modo, y gracias a esta contraposición, no es de
extrañar la aparente ambigüedad de la postura de Dante con respecto a ambas
categorías (fe y razón), e inclusive, durante su encuentro, aspectos como el
del orgullo intelectual y el de la ceguera de la razón son aludidos, reforzando
nuevamente la imagen del rechazo a la filosofía por el posicionamiento
dominante de la visión religiosa. No obstante, la escolástica deja muy claro
este aspecto desde un principio, y es en momentos de yuxtaposición cuando el
pensamiento debe postrarse ante el cristianismo, el cual representa la única
vía posible tras hacer acto de aparición en la vida del hombre. Dante sólo
transmite lo reconocido y considerado vox
populi en su momento.
El resto del viaje no
presenta mucha relevancia a fines prácticos para continuar con el análisis,
pues finalmente el torbellino escolástico no cesa durante un solo segundo.
Necesario es observar que La Divina Comedia no relata el descenso de un hombre
a su perdición, tal y como a primera vista aparenta ser, sino al contrario;
narra la salvación del mismo (de allí su nombre de Comedia, pues según el mismo
Dante, debía tratarse de tal al tener un final feliz) gracias a una, y sólo una
cosa: la fe. Sin embargo, es gracias a la razón que el ser humano emprende sus
primeros pasos en su marcha hacia la verdad (entiéndase “Dios”), y no es otra cosa sino la transición de la filosofía a la teología lo que permite su postrera santidad.
La trascendencia del ser humano es la clave central, y esto es sólo posible
gracias a la conjugación de la fe y la razón. La historia de La Divina Comedia
es la historia de la purificación del hombre y su desprendimiento de su calidad
de ser finito y pecador, y tal purificación conoce dos extremos que enmarcan a la
vez toda la obra y a la edad medieval entera: el de la razón, y el de la fe.
Como puede notarse gracias
a este somero análisis, La Divina Comedia encarna no sólo una obra literaria
sino una página completa en la enciclopedia de la historia de la humanidad. Tan
extraordinaria relevancia le imbuye, que el conocimiento del que es contenedora resulta simple
y sencillamente imprescindible para la comprensión de más de diez siglos de
filosofía y teología. Es esta significancia inherente a cada línea y cada
letra, a cada verso de cada estrofa, la perdida en los tiempos actuales. Quizás
parezca una meta inalcanzable la de apuntar a la esencia de lo antiguo, y debe
siempre, implacablemente, evitarse el retroceso (es en realidad la necesidad de
innovación y no de repetición la que debe impeler un desarrollo en la escritura
actual); pero la consideración de lo escrito por los grandes autores siempre
será necesaria, y sin su estudio será imposible la producción de obras de
niveles de trascendencia similar. Lamentablemente, la envergadura de la
literatura clásica es tal, que está condenada a reiterarse en las obras
contemporáneas, las cuales continuarán negándose a evolucionar y seguirán rechazando a
sus predecesoras sin percatarse de que la esencia de ellas las impregna por
completo. Después de todo, jamás será posible olvidar aquella frase de un autor
de nombre desaparecido en los anales del tiempo, que muy clara y acertadamente
expresó: “Los clásicos ya lo han dicho todo.”
- Elohim Flores.
08/16
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