miércoles, 28 de septiembre de 2016

La Divina Comedia: Manantial Escolástico [Ensayo]


La literatura parece no ser lo que antaño personificaba. Día tras día la relevancia que representa cada nueva novela se diluye entre las manos de los lectores, y pocos hitos han sido marcados en los últimos años; décadas inclusive. Esta deficiencia artística halla lamentablemente sus raíces en los escritores más que en sus escritos, y si bien es ilógico esperar de los artistas contemporáneos los mismos resultados de los maestros clásicos, es innegable la actitud superficial que prolifera en el mundo literario de la actualidad. No se exige de ellos obras maestras, magnum opus literarios, pero se espera cuando menos resultados con la suficiente profundidad como para no provocar la pérdida de la esperanza en las generaciones actuales de lectores.

Podrían dilucidarse muchas causas a esta insuficiencia artística, pero quizás una de las más prominentes sea el olvido en el que han sido sumidas las obras clásicas. Olvidar las raíces implica carecer de los cimientos necesarios para establecer una estructura estable. La gran cantidad de autores de siglos pasados no sólo establecieron precedentes a partir de los cuales fue desarrollada la literatura actual, sino que sus escritos representan singulares fuentes de conocimientos que acumulan en su seno cantidades inimaginables de dataciones de los más diversos tópicos; registros históricos enteros de una época determinada que esperan por ser analizados hasta la médula. La comprensión integral del pasado permite una formación completa que fortalece las aptitudes con las cuales emprender el largo camino de la escritura (una verdaderamente significativa); genuina nave con la cual poder zarpar tras nuevos mundos. Dante, “el supremo poeta”, fue uno de tales escritores dignos de toda la atención posible; y la trascendencia en la que se halla imbuido, tal y como sucede con otros maestros, rompe incluso los moldes literarios. 

¿Era realmente Dante tan sólo un poeta? La respuesta es no; quizás aún sin llegar a percatarse de ello en su época, este gran escritor representaría un punto de referencia no sólo en la poética sino también en la teología e incluso en la filosofía misma, albergando en sus obras la esencia del pensamiento medieval previo a su evolución renacentista. Su más emblemática obra, La Divina Comedia, congrega dentro de sí toda una plétora de matices histórico-teológicos que permiten confeccionar una visión prácticamente perfecta de la realidad escolástica.

Sin ánimos de profundizar en ello, es necesario apuntar que la visión del pensamiento medieval tenía un claro norte: la búsqueda de la verdad, entendiéndose por verdad a Dios, quien era visto como el ser único, supremo, necesario, infinito e indivisible. Con el fin de alcanzar el objetivo de concebir una idea como tal y encontrar las explicaciones necesarias que pudiesen justificar la existencia de la pieza fundamental de su credo, la religión cristiana se valió de los razonamientos filosóficos de pensadores griegos antiguos completamente execrados hasta ese momento, de modo tal que dicha noción pudiese ser asentada e inclusive sistematizada. Así, pues, la escolástica hizo de la razón una herramienta al servicio de la fe. Dante logró capturar de manera magistral en su obra tal dinamismo entre fe y razón, entre visión cristiana y filosofía griega; entre Dios y el hombre. Entre lo divino y lo mundano.

Existen en La Divina Comedia algunos momentos dignos de mención como puntos decisivos para un análisis filosófico; vale la pena hacer mención puntual a ellos. Apenas se da inicio a la narración, las alegorías diluvian sin tregua alguna. Dante, símbolo de la humanidad con sus debilidades, remordimientos y aspiraciones, comienza su odisea en una selva incognoscible, representación del oscurantismo y la ignorancia en la que se halla envuelto de manera inefable el hombre, y perseguido además por bestias, entidades equivalentes a los pecados, hostigando siempre alma y mente de quien vive en la incertidumbre. El pesar del desconocimiento y los peligros morales amenazan con abatirlo hasta que es rescatado por el poeta romano Virgilio, símbolo a todas luces de la razón, del saber filosófico, de la flama del pensamiento. Virgilio conduce posteriormente a Dante a través del Infierno y todos sus círculos, y juntos logran atisbar los horrores y castigos a los que se ven sujetos los pecadores. Sólo gracias a la sabiduría filosófica, puede interpretarse entonces, es capaz el hombre de escapar del aprisionamiento asfixiante de la ignorancia, y abrir los ojos al mundo que a su alrededor estalla en corrupción; un mundo en donde el dolor y el castigo abunda, en donde el malhechor y el malvado deambulan, un mundo de llamas y sufrimiento, de pecadores e infieles. 

Dante y Virgilio arriban juntos al Limbo o Purgatorio, lugar en donde moran, entre otras, inmensa cantidad de almas de filósofos de la talla de Aristóteles; los llamados “nobles de pensamiento”, hombres que no ejecutaron pecado alguno, pero que cometieron la falta de la ausencia de fe y la incapacidad de haber sido bautizados. Infieles no del todo condenables, podría decirse. Virgilio, siendo uno de ellos, se ve obligado a abandonar su papel de guía y permanecer en aquel triste sitio, debiendo morar en este irónico recinto del pensamiento, cuyos habitantes no tienen cabida alguna en el Paraíso. Si bien podría considerarse esta escena como una representación de la condena a la razón, la situación posee una profundidad mucho mayor. Ciertamente, Dante deja percibir ese aroma tan propio de la escolástica, ese matiz de reprobación al pensamiento libre presente en toda religiosidad; no obstante, no sólo se trata de una visión ciertamente constrictiva, sino (casi como un sarcasmo del supremo poeta) inclusive racional: manteniendo siempre la fiel panorámica medieval y ciertos designios altamente relevantes de Tomás de Aquino, es simplemente imposible que un filósofo logre avanzar a la iluminación del Paraíso sin abrazar la fe.

Dante no margina a los pensadores sino que reconoce en ellos la trascendencia de haber alcanzado un cómodo lugar en la otra vida aún sin haber transitado el camino de las revelaciones. Aún más, es de suma importancia notar el hecho de que Virgilio comprende que su función guía alcanza el límite al llegar al Purgatorio. Así, pues, la razón no sólo conduce al ser humano y le otorga la capacidad de dilucidar cuanto se le presente, sino que también permite desarrollar en él un sentido de autoconsciencia y conocimiento de la contingencia inherente a él como ser mortal que es. Es tal la alabanza a la filosofía que Dante incrusta en su magnánima obra (dentro de los límites de la ideología cristiana medieval, claro está) que aunque gran parte de los filósofos mencionados sean de la antigua Grecia (mención digna es la de la permanente aparición de figuras mitológicas, muestra sin lugar a dudas de la asunción de la sabiduría griega dentro de sus principios religiosos a pesar de la clara disonancia entre ambos), también pueden encontrarse en el Purgatorio, léase bien, pensadores musulmanes, aún cuando todo infiel debiera pertenecer indudable e inexorablemente al infierno (comprobable con la aparición de Mahoma en él). Ciertamente, tanto Avicena como Averroes hacen su aparición en el Limbo, y, aunque ambos profesen una filosofía religiosa contraria a la cristiana, su mera condición de razonadores les otorga, a ojos de Dante, el boleto a una existencia mucho menos tortuosa que la del Infierno. Inclusive (y muy sorpresivamente) Siger de Brabante, declarado averroísta de origen latino, es posicionado en el Paraíso aunque sus ideas entrasen en conflicto claro y directo con las de la iglesia. Es, así, completamente evidente que Dante no condena realmente a la filosofía; sólo reconoce sus límites según la visión cristiana de la época, y los establece de manera muy clara.

Ya que se implica la necesidad de que Dante continúe su marcha (la humanidad debe completar su destino último: el de trascender la existencia y alcanzar la santidad), la antorcha es entregada a Beatriz, la tan amada y sublime musa de sus inalcanzables sueños. Beatriz es introducida como el último elemento, el necesario para la resolución de la ecuación: la fe, la teología, pura e idílica. El amor y la gloria sagrada encarnados. Beatriz simboliza la luz que aclara la senda marcada por la razón. La fe no erradica los fundamentos lógicos que cimentan la vida del hombre, sino que les proporciona una meta a la cual apuntar; por lo tanto, más que antagonistas, fe y razón son complementarias. No obstante, es necesario señalar que lo proporcionado por la religiosidad se encuentra por completo fuera del alcance de la razón, y es inaccesible para los principios del pensamiento. Sólo a través de las revelaciones, como indicaba Aquino, es capaz el hombre de alcanzar la iluminación. Aún así, la filosofía implanta ciertos adoquines imprescindibles para el tránsito de la religiosidad; si bien la razón no es requisito para la salvación, es de vital importancia para la formación de los principios y valores, así como de la visión ética y la apreciación teológica necesarias para enrumbar el conocimiento cristiano que apoyará a la fe.

Un aspecto de interés es que Beatriz se presenta como la radiante figura redentora tras el triste mundo gris del Purgatorio, y por extensión, del pensamiento. De este modo, y gracias a esta contraposición, no es de extrañar la aparente ambigüedad de la postura de Dante con respecto a ambas categorías (fe y razón), e inclusive, durante su encuentro, aspectos como el del orgullo intelectual y el de la ceguera de la razón son aludidos, reforzando nuevamente la imagen del rechazo a la filosofía por el posicionamiento dominante de la visión religiosa. No obstante, la escolástica deja muy claro este aspecto desde un principio, y es en momentos de yuxtaposición cuando el pensamiento debe postrarse ante el cristianismo, el cual representa la única vía posible tras hacer acto de aparición en la vida del hombre. Dante sólo transmite lo reconocido y considerado vox populi en su momento.

El resto del viaje no presenta mucha relevancia a fines prácticos para continuar con el análisis, pues finalmente el torbellino escolástico no cesa durante un solo segundo. Necesario es observar que La Divina Comedia no relata el descenso de un hombre a su perdición, tal y como a primera vista aparenta ser, sino al contrario; narra la salvación del mismo (de allí su nombre de Comedia, pues según el mismo Dante, debía tratarse de tal al tener un final feliz) gracias a una, y sólo una cosa: la fe. Sin embargo, es gracias a la razón que el ser humano emprende sus primeros pasos en su marcha hacia la verdad (entiéndase “Dios”), y no es otra cosa sino la transición de la filosofía a la teología lo que permite su postrera santidad. La trascendencia del ser humano es la clave central, y esto es sólo posible gracias a la conjugación de la fe y la razón. La historia de La Divina Comedia es la historia de la purificación del hombre y su desprendimiento de su calidad de ser finito y pecador, y tal purificación conoce dos extremos que enmarcan a la vez toda la obra y a la edad medieval entera: el de la razón, y el de la fe.

Como puede notarse gracias a este somero análisis, La Divina Comedia encarna no sólo una obra literaria sino una página completa en la enciclopedia de la historia de la humanidad. Tan extraordinaria relevancia le imbuye, que el conocimiento del que es contenedora resulta simple y sencillamente imprescindible para la comprensión de más de diez siglos de filosofía y teología. Es esta significancia inherente a cada línea y cada letra, a cada verso de cada estrofa, la perdida en los tiempos actuales. Quizás parezca una meta inalcanzable la de apuntar a la esencia de lo antiguo, y debe siempre, implacablemente, evitarse el retroceso (es en realidad la necesidad de innovación y no de repetición la que debe impeler un desarrollo en la escritura actual); pero la consideración de lo escrito por los grandes autores siempre será necesaria, y sin su estudio será imposible la producción de obras de niveles de trascendencia similar. Lamentablemente, la envergadura de la literatura clásica es tal, que está condenada a reiterarse en las obras contemporáneas, las cuales continuarán negándose a evolucionar y seguirán rechazando a sus predecesoras sin percatarse de que la esencia de ellas las impregna por completo. Después de todo, jamás será posible olvidar aquella frase de un autor de nombre desaparecido en los anales del tiempo, que muy clara y acertadamente expresó: “Los clásicos ya lo han dicho todo.”

- Elohim Flores.
08/16

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