jueves, 22 de septiembre de 2016

Mi Noche con Maud: La Antinomia Moral [Ensayo]


            “Toma riesgos; si ganas, serás feliz, si pierdes, serás sabio”. Este proverbio de origen desconocido resume de manera sumamente lúcida la teoría de la apuesta de Pascal: la vida es un juego en el cual las posibles ganancias aventajan con creces el riesgo de perder lo apostado, aún cuando las probabilidades de tal triunfo sean ínfimas; mas no sólo esto encarna tal frase, sino que además añade la dimensión del aprendizaje: en caso de pérdida, será posible abstraer de la experiencia siquiera algún conocimiento concerniente a los factores que condujeron a tal situación, factores desligados del azar e innegablemente presentes, y no sólo concerniente a estos, sino también a los que nacerán como producto de tal desenlace. A todas luces, entonces, se implica que toda apuesta resultará, de una u otra forma, en ganancia, ya que inclusive la pérdida es conquistable, y esto es presentado como algo completamente ineludible. No obstante, tras un breve análisis es sencillo comprender que no siempre hay ganancia asegurada, y que no toda derrota es afrontable. “Mi noche con Maud” aborda este tema con singular precisión.

La recién mencionada película, dirigida por Éric Rohmer, relata la historia de un hombre cuya vida se ve enmarcada por la casualidad; quizás de igual modo que la de todos los seres humanos, pero definitivamente con una chispa de ironía mucho más prominente que en la de la mayoría de los casos. Este protagonista, de acuerdo a cuanto se narra, aparenta haber llevado una vida accidentada, llena no de pocos contratiempos sentimentales, lo cual le conduce a abrazar un código de ética mediante el cual construye a su alrededor una inmensa muralla moral con el fin de evitar repetir las desventuras del pasado, clasificando y etiquetando a las personas que le rodean con el objeto de filtrar a las que merecen permanecer en su vida. Es cuando conoce a Maud, una joven mujer divorciada, irreverente y con muy poca intensión de apegarse al pensamiento religioso que lo caracteriza, que su constructo moral comienza a desmoronarse y verse replanteado, aún a pesar de su obstinación por oponerse a tal. Aún cuando rechaza la compañía de Maud y mantiene firme su juicio hasta el final, la larga conversación que sostiene con su bella interlocutora ejerce una influencia de gran peso en su modo de pensar, consiguiendo liberarlo tras poco tiempo de muchas de las cadenas que lo restringían.

Paulatinamente el hombre acoge la nueva mentalidad, y se arroja al juego de la vida, ese juego del azar en el cual se hallaba intrincadamente envuelto y al que condicionaba de modo tan intenso que irremediablemente aumentaba toda probabilidad de derrota en su contra. Pronto se relaciona con una chica a todas luces perfecta, completamente ajustada a sus exigencias, y a la cual logra llegar gracias a la asunción de la apuesta en su vida. El guión se adapta a la perfección al proverbio anteriormente citado, y hace gala de dicha premisa: el hombre toma el riesgo, y las probabilidades de salir victorioso, aunque mínimas, prevalecen y aventajan exponencialmente lo que pudo haber perdido. Todo parece apuntar a un desenlace idóneo, y en cierto modo así lo es… sólo que no del todo.

Si bien los eventos de la película conducen a un final satisfactorio, en el que el protagonista consigue conformar una familia con su chica soñada (aspecto que apenas vale mencionar para fines prácticos), el torbellino ético y moral que se desata torrencialmente dentro de su psique, a pesar de no verse explícitamente enfocado sino a finales de la cinta, se presta a un profundo análisis y reflexión. La contraposición entre los valores morales que había forjado durante largos años y los que gradualmente comienza a adoptar, así como aquellos que se ve obligado a destruir y otros a los que traiciona o deja pasar por alto con el fin de conseguir la felicidad, léase bien, aún después de haber ganado la apuesta de la vida, son definitivamente un tema no libre de polémica.

El hombre del papel protagónico no sólo deja atrás (quizás inconscientemente) su rechazo al pensamiento pascaliano para terminar asumiendo los preceptos lúdicos de éste, despertando dentro de sí una esperanza largamente aletargada y atreviéndose a adentrarse en el mundo de la apuesta (abandonando ideales a lo largo de todo el camino), sino que, posteriormente, se ve obligado no sólo a mentir y a renunciar a su propio honor (al asegurarle a su enamorada, con el fin de bajar a su nivel para que ésta pudiera sentirse a gusto con él debido a su complejo de indecencia, que había pasado la noche con Maud, rindiéndose a la tentación contra la cual tan empecinadamente se resistió en la realidad), sino también a descartar de por vida toda la cantidad de valores morales que había congregado tan cuidadosamente, trastocando e inclusive desacoplando su sentido ético para poder disfrutar de la meta a la que irónicamente ya había llegado. Por lo tanto, aun ganando, muy lastimosamente, pierde. La hipocresía en la que se ve impelido a caer no parece ser el tan esperado y perfecto estado de felicidad prometido por la apuesta. El verdadero juego en el que se ve inmerso el protagonista no es otro que el juego de la antinomia moral, el conflicto mental, la contradicción ética cuya única salida es la decantación hacia uno de dos extremos que conlleva al descarte del opuesto; ese dilema existencial que acecha la vida del hombre de inicio a fin; la dicotomía del ser humano.

Todo acontecer acarrea consigo un trasfondo al que será necesario hacer frente con una visión ética determinada, y será inevitable ser recipiente de la influencia que recaiga tras la aproximación a dicha eventualidad. Cambios en personalidad, principios, valores y criterios serán necesarios para lograr una adaptación al acontecimiento advenedizo, y pocos de estos cambios terminan siendo pasajeros. Aún el éxito en el juego de la vida se halla entremezclado de manera inherente con toda una miríada de aspectos morales que terminarán agregándole más de una dimensión de trasfondo distinta a la de una mera ganancia, e inclusive el caso contrario, el de la derrota (llámese así por mero nominalismo), frente al cual podría construirse una postura firme de manera inmediata, pudiere hallarse repleto de elementos de apariencia positiva que impedirían rechazar de manera contundente el todo de sí misma, no al menos sin antes haberla hecho atravesar un riguroso análisis que provocará su perduración durante algún tiempo; y aún tras esto nada garantiza que pueda extraerse algo provechoso de ella, ni que dichos elementos puedan trascender de la sola apariencia. De este modo, y en rasgos generales, el sustancioso filme expresa lo siguiente: no siempre la ganancia es satisfactoria, y no siempre puede lidiarse con una derrota.

La línea final de la apuesta nunca es, pues, absoluta, y a ella subyacen infinidad de factores que relativizan su resultado; y aún bajo el supuesto de que tras la obtención del preciado premio una nueva apuesta es concebida de manera automática, haciendo parecer que la ganancia queda ensombrecida por un nuevo riesgo que se desliza casi desapercibido, todavía puede también concluirse que, o bien realmente la apuesta nunca tuvo un punto conclusivo, o bien no hace falta siquiera discernirla, pues se halla tan ligada a la existencia, que pudiere no existir por sí misma, sino que la existencia en general podría ser por completo una especie de aleatoriedad unificada y cada segundo en ella un nuevo juego que inicia y acaba con el siguiente, siendo el azar sólo un sustantivo con el cual los hombres intentan denotar al caos incomprensible, ese paradójico orden que escapa de toda lógica mortal, de modo tal que terminaría siendo la apuesta la vida misma, y única y solamente se podría ganar (o perder) al nacer, y al morir.

- Elohim Flores.
08/16

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