“Toma riesgos; si ganas, serás
feliz, si pierdes, serás sabio”. Este proverbio de origen desconocido resume de
manera sumamente lúcida la teoría de la apuesta de Pascal: la vida es un juego
en el cual las posibles ganancias aventajan con creces el riesgo de perder lo
apostado, aún cuando las probabilidades de tal triunfo sean ínfimas; mas no
sólo esto encarna tal frase, sino que además añade la dimensión del
aprendizaje: en caso de pérdida, será posible abstraer de la experiencia
siquiera algún conocimiento concerniente a los factores que condujeron a tal
situación, factores desligados del azar e innegablemente presentes, y no sólo concerniente
a estos, sino también a los que nacerán como producto de tal desenlace. A todas
luces, entonces, se implica que toda apuesta resultará, de una u otra forma, en
ganancia, ya que inclusive la pérdida es conquistable, y esto es presentado
como algo completamente ineludible. No obstante, tras un breve análisis es
sencillo comprender que no siempre hay ganancia asegurada, y que no toda
derrota es afrontable. “Mi noche con Maud” aborda este tema con singular
precisión.
La
recién mencionada película, dirigida por Éric Rohmer, relata la historia de un
hombre cuya vida se ve enmarcada por la casualidad; quizás de igual modo que la
de todos los seres humanos, pero definitivamente con una chispa de ironía mucho
más prominente que en la de la mayoría de los casos. Este protagonista, de
acuerdo a cuanto se narra, aparenta haber llevado una vida accidentada, llena
no de pocos contratiempos sentimentales, lo cual le conduce a abrazar un código
de ética mediante el cual construye a su alrededor una inmensa muralla moral con
el fin de evitar repetir las desventuras del pasado, clasificando y etiquetando
a las personas que le rodean con el objeto de filtrar a las que merecen
permanecer en su vida. Es cuando conoce a Maud, una joven mujer divorciada,
irreverente y con muy poca intensión de apegarse al pensamiento religioso que
lo caracteriza, que su constructo moral comienza a desmoronarse y verse
replanteado, aún a pesar de su obstinación por oponerse a tal. Aún cuando
rechaza la compañía de Maud y mantiene firme su juicio hasta el final, la larga
conversación que sostiene con su bella interlocutora ejerce una influencia de
gran peso en su modo de pensar, consiguiendo liberarlo tras poco tiempo de
muchas de las cadenas que lo restringían.
Paulatinamente
el hombre acoge la nueva mentalidad, y se arroja al juego de la vida, ese juego
del azar en el cual se hallaba intrincadamente envuelto y al que condicionaba
de modo tan intenso que irremediablemente aumentaba toda probabilidad de derrota
en su contra. Pronto se relaciona con una chica a todas luces perfecta,
completamente ajustada a sus exigencias, y a la cual logra llegar gracias a la
asunción de la apuesta en su vida. El guión se adapta a la perfección al
proverbio anteriormente citado, y hace gala de dicha premisa: el hombre toma el
riesgo, y las probabilidades de salir victorioso, aunque mínimas, prevalecen y
aventajan exponencialmente lo que pudo haber perdido. Todo parece apuntar a un
desenlace idóneo, y en cierto modo así lo es… sólo que no del todo.
Si
bien los eventos de la película conducen a un final satisfactorio, en el que el
protagonista consigue conformar una familia con su chica soñada (aspecto que
apenas vale mencionar para fines prácticos), el torbellino ético y moral que se
desata torrencialmente dentro de su psique, a pesar de no verse explícitamente
enfocado sino a finales de la cinta, se presta a un profundo análisis y
reflexión. La contraposición entre los valores morales que había forjado
durante largos años y los que gradualmente comienza a adoptar, así como
aquellos que se ve obligado a destruir y otros a los que traiciona o deja pasar
por alto con el fin de conseguir la felicidad, léase bien, aún después de haber
ganado la apuesta de la vida, son definitivamente un tema no libre de polémica.
El
hombre del papel protagónico no sólo deja atrás (quizás inconscientemente) su
rechazo al pensamiento pascaliano para terminar asumiendo los preceptos lúdicos
de éste, despertando dentro de sí una esperanza largamente aletargada y
atreviéndose a adentrarse en el mundo de la apuesta (abandonando ideales a lo
largo de todo el camino), sino que, posteriormente, se ve obligado no sólo a
mentir y a renunciar a su propio honor (al asegurarle a su enamorada, con el
fin de bajar a su nivel para que ésta pudiera sentirse a gusto con él debido a
su complejo de indecencia, que había pasado la noche con Maud, rindiéndose a la
tentación contra la cual tan empecinadamente se resistió en la realidad), sino
también a descartar de por vida toda la cantidad de valores morales que había
congregado tan cuidadosamente, trastocando e inclusive desacoplando su sentido
ético para poder disfrutar de la meta a la que irónicamente ya había llegado. Por
lo tanto, aun ganando, muy lastimosamente, pierde. La hipocresía en la que se
ve impelido a caer no parece ser el tan esperado y perfecto estado de felicidad
prometido por la apuesta. El verdadero juego en el que se ve inmerso el
protagonista no es otro que el juego de la antinomia moral, el conflicto
mental, la contradicción ética cuya única salida es la decantación hacia uno de
dos extremos que conlleva al descarte del opuesto; ese dilema existencial que
acecha la vida del hombre de inicio a fin; la dicotomía del ser humano.
Todo
acontecer acarrea consigo un trasfondo al que será necesario hacer frente con
una visión ética determinada, y será inevitable ser recipiente de la influencia
que recaiga tras la aproximación a dicha eventualidad. Cambios en personalidad,
principios, valores y criterios serán necesarios para lograr una adaptación al
acontecimiento advenedizo, y pocos de estos cambios terminan siendo pasajeros.
Aún el éxito en el juego de la vida se halla entremezclado de manera inherente
con toda una miríada de aspectos morales que terminarán agregándole más de una
dimensión de trasfondo distinta a la de una mera ganancia, e inclusive el caso
contrario, el de la derrota (llámese así por mero nominalismo), frente al cual
podría construirse una postura firme de manera inmediata, pudiere hallarse
repleto de elementos de apariencia positiva que impedirían rechazar de manera
contundente el todo de sí misma, no al menos sin antes haberla hecho atravesar
un riguroso análisis que provocará su perduración durante algún tiempo; y aún
tras esto nada garantiza que pueda extraerse algo provechoso de ella, ni que
dichos elementos puedan trascender de la sola apariencia. De este modo, y en
rasgos generales, el sustancioso filme expresa lo siguiente: no siempre la
ganancia es satisfactoria, y no siempre puede lidiarse con una derrota.
La
línea final de la apuesta nunca es, pues, absoluta, y a ella subyacen infinidad
de factores que relativizan su resultado; y aún bajo el supuesto de que tras la
obtención del preciado premio una nueva apuesta es concebida de manera
automática, haciendo parecer que la ganancia queda ensombrecida por un nuevo
riesgo que se desliza casi desapercibido, todavía puede también concluirse que,
o bien realmente la apuesta nunca tuvo un punto conclusivo, o bien no hace
falta siquiera discernirla, pues se halla tan ligada a la existencia, que pudiere no existir por sí misma, sino que la existencia en general podría ser por
completo una especie de aleatoriedad unificada y cada segundo en ella un nuevo
juego que inicia y acaba con el siguiente, siendo el azar sólo un sustantivo
con el cual los hombres intentan denotar al caos incomprensible, ese paradójico
orden que escapa de toda lógica mortal, de modo tal que terminaría siendo la
apuesta la vida misma, y única y solamente se podría ganar (o perder) al nacer,
y al morir.
- Elohim Flores.
08/16
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