El inclemente
bombardeo propiciado por la indiferencia abría heridas que cicatrizaban en el
acto, hendiendo mi ser con sus garras atroces, y no dejando tras de sí más que
entumidos remanentes sanguinolentos.
Allí me encontraba, intentando
eliminar de mi mente lo acaecido antes de que realmente sucediese siquiera. Las
municiones del rechazo no cesaban de impactar contra mi torso indefenso, y la
lluvia de fuego se negaba a menguar.
“¿Qué hago aquí?” pregunté con la
mirada, inquisidor, a mi reflejo. Sin dignarse a responder, me observó con
desasosiego, haciéndome comprender que dentro de su mundo inverso las llamas
del infierno ardían con igual intensidad que en el mío propio. Una bocanada de
aire extinguió con solemnidad el diálogo interno como a una cerilla la fría
brisa del mar.
En algún momento había perdido nuevamente el
camino; o el camino me había perdido a mí. Hice un esfuerzo por sobreponerme al
gélido embate de las circunstancias pero mis piernas cedieron. Las cadenas que
rodeaban mi alma se arremolinaban con serpenteantes movimientos constrictores,
exprimiendo salobres lágrimas de mi corazón.
La figura en el frontispicio no
dejaba de examinarme con lobreguez, transmitiéndome la amargura de exudaba. Su
mirada inánime y su triste silueta clamaban exasperadamente por auxilio. Así
con firmeza en mí una de las saetas que perforaban inversamente su pecho, y la
extraje con vigor. La espesa sangre brotaba a borbotones mientras continuaba
descuajando flechas de mi carne y de su cuerpo.
Cada segundo transcurrido arrancaba
de mí una nueva tira de piel, y las gotas rojizas que escupían mis músculos a
carne viva infestaban la atmósfera bajo forma de rocío. La linfa bullía dentro de
mis venas, borbollando como magma surgido del mismísimo averno, y las flechas
enterradas en las fibras de mi silencioso interlocutor se multiplicaban,
infinitas. Pude sopesar una de ellas entre mis desgajadas manos antes de
arrojarla a la pila coagulosa de astillas que a mis espaldas se acumulaba, y,
mientras la ironía me estrangulaba, pude apreciar cómo la recta espina que segundos
antes bebía de mi sangre tomaba la forma de una pulida y afilada aguja de
reloj.
Abandoné mi dolorosa faena y me
incorporé al escuchar la llamada de la desgracia. Necesitaba ir a su encuentro,
y emprendí la lenta marcha al suplicio. ¿Por qué lo necesitaba? Habría querido
escapar en dirección opuesta, pero mi honor lo prohibía. ¿Mi honor, o mi
dependencia? ¿Mi estúpida y ciega testarudez, quizás?
— No; los ciegos no fingen su invidencia— Respondió tajante el reflejo, antes de desvanecerse.
— No; los ciegos no fingen su invidencia— Respondió tajante el reflejo, antes de desvanecerse.
Mientras emprendía la marcha y mi cuerpo entumido
cicatrizaba presuroso, no podía dejar de cavilar, preguntándome cuándo, y por qué, había todo
llegado a esto.
- Elohim Flores.
[Fragmento de "Humo Y Vino"]
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