“Ética”, palabra ciertamente trillada en esta época de superficialidades lingüísticas y negligencias nominales, tomada en numerosos casos como sinónimo de moral o incluso de “prescripción”, puede mostrar en su interior, tras entenderse bajo su verdadera acepción, es decir, como la reflexión interpretativa del hacer del hombre, y sin aparentarlo quizás (debido al caso de subestimación en el que se ha visto envuelta), la esencia misma del ser humano, precisamente como Ser, consciente de sí mismo y de cuanto le rodea, y, como tal, consciente de sus acciones y del modo en que éstas influencian el mundo del que forma parte. Inherente a dicha consciencia humana viene dado un inevitable sentido de responsabilidad, pues el hombre no sólo se limita a emitir estas acciones y permite campante y completamente desentendido que produzcan cualquier clase de consecuencias, sino que nace dentro de él la necesidad, muchas veces ignorada pero en definitiva siempre presente, de responder ante las secuelas de su comportamiento.
De este modo, la ética no sólo
consiste en un proceso de juicio, análisis y reflexión individual sobre las
distintas conductas personales, sino que se ve estrechamente ligada a los
resultados de tales comportamientos y la relación de los mismos con el entorno.
El ser humano no sólo es un ser ético por sí y para sí, sino que también lo es
por y para los demás seres éticos que lo rodean. Una reflexión conductual
carecería de sentido en un ser socialmente aislado, pues poca relevancia
adquiriría la capacidad de discernir la positividad o negatividad de un acto
que permanecerá irremediablemente suspendido, incapaz de influir o recaer sobre
algún elemento externo que pueda verse afectado por el mismo. Por consiguiente,
así como el pensamiento ético, a pesar de su inmanencia en el ser humano como
individuo, no puede dejar de existir sin tomar en consideración al Otro, de
manera similar, y a su vez, este pensamiento se ve ineludiblemente influenciado
por todos aquellos elementos de los que está compuesta la exterioridad de tal
individuo.
La sociedad como un todo ha
desarrollado entonces, tras este perpetuo proceso de retroalimentación ética,
toda una serie de preceptos o normas llamadas morales mediante las cuales se da
la libertad de filtrar los comportamientos “permitidos” de los “prohibidos”,
penalizando los últimos en consideración del bienestar general de la comunidad,
y permitiéndose encadenar la individualidad de la visión ética de cada persona,
encausándola de modo tal que la abstracción que haga ésta del hacer humano
coincida con lo dictaminado por dicho conjunto de códices establecidos. A lo
largo de la historia, el sistema político, económico, religioso e inclusive
cultural sobre el cual se ha sustentado la civilización, ha tomado cuerpo y,
metafóricamente hablando, vida propia, consiguiendo confeccionar mecanismos de
autodefensa que permiten su perpetuación y hegemonía por sobre otros posibles sistemas
insurgentes. Es por ello que, si bien las normas morales aparentan salvaguardar
la integridad de los seres humanos y otorgarles la protección necesaria de lo
que puedan hacerse a sí mismos (y aunque
quizás hasta cierto punto realmente sirvan a tal propósito), su principal
función no es otra que la de evitar que estos se desliguen por completo de su
dependencia a los paradigmas normativos y los regímenes del poder.
Foucault ejemplifica esta conexión
del individuo con el sistema explicando un enfoque sumamente interesante sobre
la relación entre la ética y la sexualidad, apoyado en la historia del eros griego. En su última entrevista, el
filósofo francés manifiesta que, aunque los griegos asumiesen conductas
homosexuales y esto sin lugar a dudas ostentase una mayor libertad tanto ética
como moral que la visible en tiempos presentes (la cual se halla cimentada en
las reglas sociales y no en la estética, como en el caso de los helenos, con su
arraigada visión de mantener una existencia bella); repito, aún a pesar de esta
consideración, el sexo seguía siendo de algún modo la representación de un acto
de supremacía sobre el otro (así lo explica Foucault); es por ello que las
esposas eran vistas precisamente bajo calidad de esposas y futuras madres durante
el acto sexual, y como nada más. Aunque el sexo homosexual fuese señalado como superior
en muchos sentidos en la cultura helena, no dejaba de considerarse que la
penetración era señal de dominación; es por ello que aún bajo una ética
sustentada en la estética, el ser sexualmente dominado suponía una especie de
humillación social comparable a la que padecía una mujer o un esclavo de la
sociedad griega de la época.
Foucault entonces, sin ánimos de exponer
una larga tesis sobre el sexo sino sobre la ética, explica (o cuando menos deja
entrever) que en las relaciones sexuales debería haber placer para ambas partes
sin necesidad de una obligación normativa, como por ejemplo la del matrimonio.
Foucault se pregunta: ¿es el ser humano capaz de dar placer sexual a su pareja,
aunque ello no suponga placer para sí mismo, o aunque sea incluso convertido
dicho acto en un símbolo de humillación y dominación? ¿Es capaz de sufrir de
algún desagrado en la relación sexual, sin verse impelido a ello por una
obligación normativa tal como la del noviazgo, o la de cual pueda ser la
relación social entre ambas partes?
Así, extrapolando lo analizable dentro
del ejemplo de las relaciones sexuales, puede llegarse a un gran número de
interrogantes. En primer lugar, ¿no se ve la ética, al igual que las relaciones
sexuales, normada estrictamente por un sentido aparentemente inherente (pero a
todas luces implantado) de “deber social”? Ante esta incógnita, surgen
preguntas e interrogantes que de manera inevitable asoman a la vuelta de la
esquina. ¿El pensamiento ético viene dado realmente por el hombre, por el
individuo, más que por los vínculos sociales a los que se encuentra atado? ¿El
ser humano actúa de forma correcta (o incorrecta) debido a que atraviesa un
proceso de reflexión y abstracción tras el cual considera que sus acciones son
benévolas o perjudiciales, o lo hace sólo porque es lo que el sistema requiere
que haga? y, en todo caso, ¿es posible que el bienestar del otro sea integrado
a la visión ética propia, más allá de su mera tolerancia o de una simple
aceptación comprensiva? ¿Puede realmente el accionar humano llegar a ser
altruista? Y finalmente, si bien es cierto que la solidaridad y cooperación
entre individuos es necesaria para la postergación de la especie, al considerar
la existencia del libre albedrío, ¿es realmente necesaria una normatividad que
restrinja las posibles vías de acción producto de una ética individual
probablemente autodestructiva?
Puede que sea posible alcanzar un
nuevo nivel ético, aunque esto suponga alcanzar un nuevo nivel evolutivo en la
humanidad entera. Puede que, tal como los griegos con su estética, el hombre
consiga desalinear su conducta ética de las imposiciones sociales y adherirla a
un nuevo sistema, uno mucho más liberador. O puede que incluso sea capaz de
ejercer una postura ética completamente independiente, sólo centrada en el
bienestar de sí mismo y sus semejantes. Lamentablemente, como con toda
suposición, existen mil y una vertientes distintas, y así como es posible que
cualquiera de las anteriores pueda encontrar un lugar en el mundo y logre
materializarse en algún lejano futuro, también puede que no se trate más que de
ideas utópicas e inclusive peligrosas para el destino de la raza humana. Pese a
esto, no puede negarse que se vive (y se muere) bajo los dictámenes (positivos
o negativos) de un sistema, un sistema yuxtapuesto a nuestra existencia;
adyacente y a la vez penetrante; un sistema sobre el cual podemos teorizar y
reflexionar… pero a fin de cuentas un sistema que forma parte de nosotros tanto
como nosotros formamos parte de él, y ya sea que decidamos rechazarlo o
interiorizarlo, es innegable el irrevertible hecho de que es nuestra ética su
ética… o puede incluso que viceversa.
- Elohim Flores.
10/16
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