Gargantúa, obra satírica por
excelencia (junto a Pantagruel, claro está), escrita por François Rebelais en
pleno período de transición a la modernidad, y, por lo tanto, representación
encarnada de la liberación del artista de las restricciones medievales, comunicó
del modo más escandaloso posible (tanto así que aún en nuestros tiempos
continúan manteniendo altos niveles de irreverencia) una miríada de
planteamientos consagrados a destruir cánones y paradigmas arraigados en la
sociedad de manera férrea, siendo los preceptos estéticos y su estrecha
relación con la visión ética de los hombres los más aludidos en la satírica pieza
literaria.
No
resulta un secreto para nadie el hecho de que la estética, esto es, el estudio
de la percepción de las formas, se halla sumamente ligada a la ética, es decir,
al estudio axiológico de la intencionalidad inherente a todo comportamiento
humano, y que dicha relación trasciende a la mera similitud fonética entre
ambas. Lo bello, lo puro y lo equilibrado es ineludiblemente relacionado a lo
bueno, lo correcto y lo aceptable, mientras que lo grotesco, lo absurdo, y, de
manera mucho más prominente, lo categorialmente feo, es asumido como sinónimo
de malo o vil, despreciable y reprensible. El mismo Rebelais lo explica con
mucha claridad en Gargantúa: “[…] tomad estos dos contrarios: alegría y
tristeza, y luego estos dos: blanco y negro […]. Si es así que negro significa
duelo, evidentemente blanco habrá de significar alegría.”
Los
textos gargantuescos se rebelan contra esta imposición estética y ética que ha
dominado la sociedad durante siglos enteros, y no es sino mediante el humor que
expresan la inconformidad del autor al respecto. “¿Quién os amedrenta?”
pregunta Rebelais en el capítulo IX de Gargantúa, “[…] ¿Quién os dice que
blanco significa fe y azul firmeza? […] sin razón, sin causa y sin apariencia
ha osado prescribir por su particular autoridad el significado de los colores;
así hacen los tiranos al colorar su arbitrio en el lugar de la razón […]”. Es esta imposición que devora el libre
pensamiento la que impele a Rebelais a empuñar el recurso de la sátira como
mandoble para cercenar de un contundente tajo los cánones de parasitan la
literatura.
En
todo lo largo y ancho de la obra abundan por doquier temas escatológicos,
extravagantes y grotescos, mientras el
autor rechaza el uso de siquiera el más mínimo de los eufemismos, utilizando
sin recato un lenguaje soez, completamente alarmante. Sus personajes son
sucios, groseros y toscos; gigantes borrachos, libidinosos y glotones. Pese a
esto, todas estas características (para sorpresa del lector) son acompañadas
por virtudes como las del ingenio, la sabiduría, en incluso, en ciertas
ocasiones, la de la bondad; aun a pesar de las ásperas costumbres de los
gigantes representados en la obra, no existe ni una sola mueca de crueldad o
maldad pura o meramente vil en ellos, y aunque para muchos ofensivo, el humor
manejado por ellos, más allá de ser jocoso, es sumamente amigable, e inclusive
familiar. De este modo, es creado por Rebelais un contraste hondamente vistoso,
tras el cual lo aparentemente malo esconde dentro de sí una realidad inversa:
algo éticamente aceptable para cualquiera que examine las líneas de la novela.
Rebelais
pretende lograr con su obra y la sátira en ella que el lector, aunque
contrariado, logre sentir empatía por personajes que estéticamente se alejan de
lo política, social y moralmente correcto, pero que a su vez encarnan
principios y poseen cualidades que, sin dejar de mostrarse cubiertos por una
gruesa cáscara burlesca y sarcástica, serían a todas luces envidiables incluso
para el más recto de los ciudadanos. Inclusive desde el prólogo mismo, el
polémico autor ejemplifica de manera muy clara lo que pretende plasmar en las
líneas de sus páginas, yuxtaponiendo en Sócrates, de un modo hilarante, su
fealdad con su brillantez mental. De esta manera, expresa: “Así […] era
Sócrates, porque viéndole y estimándole sólo por su exterior, no hubieseis dado
por él una piel de cebolla; escuálido de cuerpo y ridículo de presencia, […] la
cara de loco, sencillo en sus costumbres, rústico en sus vestiduras, pobre de
fortuna, desdichado con las mujeres, inepto para todos los oficios […], siempre
bebiendo en compañía de cualquiera, siempre burlándose […]. Pero al abrir esta
caja, hubieseis encontrado dentro una celeste e inapreciable droga: entendimiento
más que humano, virtudes maravillosas, valor invencible, sobriedad sin ejemplo,
equilibrio, seguridad perfecta […]”.
El
burlesco pero definitivamente ingenioso autor alza la voz como defensor del derecho
humano a manifestar una valoración estética sin verse amordazado por un régimen
moral social que incluso termina trastocando su visión ética personal.
Foucault, durante su última entrevista, se formulaba una interesante pregunta: “¿Por
qué no puede ser la vida una obra de arte?”; a lo que Rebelais sin duda alguna
habría respondido: la vida ya es una obra de arte, mas no te permiten advertirlo.
La
libertad de pensamiento y apreciación tanto ética como estética podrá respirar con
alivio al ser destrozados los eslabones que la comprimen, y sólo entonces
logrará el ser humano establecer nuevas relaciones entre ambas ramas, o
inclusive deshacerse por completo de la necesidad de que éstas existan. Alcanzar esta capacidad de interpretación
impoluta debe ser la meta por la cual es necesario oponerse a los cánones preestablecidos;
sólo de este modo puede reconciliarse el hombre con su aptitud primigenia para
el análisis; una inmaculada y libre de toda influencia despótica. De tal modo,
explica Rebelais “[…] no debe esta significación a una imposición humana,
instituida o promulgada, sino que nace de todo el mundo […] El consentimiento
universal, que no es hijo de un acuerdo y para el que la naturaleza no da
argumento ni razón, pero que cada uno de pronto puede comprender por sí mismo,
sin ser instruido en ello por una tercera persona, lo llamamos derecho natural.”
El ser humano es amo y dueño de tal derecho, y sólo está en él, en nosotros, en
cada uno como individuo libre y consciente, hacer uso del mismo, ya sea de un
modo pantagruelista, como el que profesaba Rebelais, o de uno propio y
completamente personal.
- Elohim Flores.
10/16
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