Cuando lo vi por primera vez tendido allí, en esa gélida colchoneta, a
mitad de esa igualmente frívola habitación, conectado a un sinnúmero de cables
y conductos, sin cabello, sin cejas, sin su acostumbrada sonrisa, sin su
enérgica juventud, sin sus ganas de vivir; cuando lo pude apreciar en ese
miserable estado, entonces, y sólo entonces, pude comprender que el mundo, que
la vida, que la realidad, no son color rosa. Mi corazón dejó de palpitar; no
quería seguir funcionando. Mi espíritu se estremeció de tal manera que quiso
abandonar mi cuerpo. Mi mente se bloqueó completamente, mientras trataba de
ignorar el dolor que irradiaba mi alma. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
“¡Pero por Dios, si era mi hermano, mi hermanito, sangre de mi sangre y el
principal culpable de mi afecto hacia él! ¿Cuándo pasó todo esto? ¿Cuándo te
escapaste de mi custodia, de mi manto protector? ¿Cuándo, Señor, cuándo lo
permitiste; cuándo... y por qué?”
Recibí la noticia mientras
me encontraba lejos de casa; muy lejos, en realidad. Hacía ya cinco años que no
lo veía, y tres meses que no recibía noticias de él; cinco años sin verme y
seis sobrellevando una leucemia. En verdad llegó a extrañarme el hecho de que no tratase
de comunicarse conmigo.
“Vamos, no es para tanto”, me repetía sin cesar. “¿Y para qué preocuparme? Debe tener sus propios asuntos”. Vaya que los tenía.
“Vamos, no es para tanto”, me repetía sin cesar. “¿Y para qué preocuparme? Debe tener sus propios asuntos”. Vaya que los tenía.
— ¿Por qué nunca lo dijiste?— le pregunté un día—.
Me siento culpable por no haberte dado todo el apoyo que te merecías. Pudimos
haber evitado esto— mi mano se aferró a la sábana de la camilla—, pudimos
evitar tanto dolor. ¿Por qué lo ocultaste?
— Es que no quería arruinarte el día— respondió, tratando
de esbozar una sonrisa.
Recuerdo aquella
mañana como si fuera ayer. El primero en llamarme fue un querido amigo en común.
— Malas noticias, amigo— dijo después de un gran
rodeo.
— ¿Malas?... comienzas a preocuparme.
— Lamento ser yo quien te lo diga pero…— ¿Pero
qué?…— … Tu hermano… tu…— ¿Qué pasa con mi hermano? Habla, por lo que más quieras,
habla— … Tu hermano… está hospitalizado…— ¿Qué?— … al parecer fue internado
hace un mes…— ¿De qué me hablas?, por favor, dime que es una broma de mal gusto—
… Yo no lo supe sino hace tres o cuatro días... … … amigo… tu… tu hermano… … tu
hermano tiene… … tiene leucemia.
Podrán imaginar lo
que ocurrió entonces. Un doloroso temblor recorrió mi cuerpo, al tiempo en que
dejaba caer el teléfono al suelo. Después de la partida de nuestra madre me
había jurado que no volvería a llorar; no señor, al contrario: me mantendría
firme como una roca ante las adversidades. No contaba con lo inestable que
podía ser una roca si se le colocaba en el lugar incorrecto. Fue así como
comencé a llorar. Mi llanto era provocado por un incontenible temor, y por el
dolor que provocan en mí ese tipo de temores. No creo recordar cuánto lloré aquel día,
pero puedo asegurar que el sabor de las lágrimas que derramé habría sido
suficiente para amargar la salinidad del océano entero.
La segunda llamada
que recibí fue del oncólogo.
— Su hermano se encuentra en un estado crítico. Por
alguna razón su cuerpo no reacciona positivamente a las quimioterapias.
Es lo único que
recuerdo de aquella conversación.
Salí inmediatamente a
la ciudad en donde vivía mi hermano. El camino fue largo y tortuoso. A medida
que la distancia se iba aminorando, mi temor se acrecentaba. Realmente quería ser capaz de hacer retroceder el tiempo. Tenía miedo. Me habría gustado girar y dar la espalda a
todos los problemas que se me venían encima; lamentablemente, los problemas
tienen la habilidad especial de mezclarse con las personas que amamos, para que
nunca podamos evitarlos.
Cuando finalmente llegué, cuando estuve frente a las
puertas del hospital, tuve dudas; incertidumbre. Quise huir, comenzar a correr
y escapar del dolor y de la realidad, escapar de la vida y de la muerte,
escapar de mi hermano y escapar de mi cuerpo. De nada sirve retrasar lo
inevitable. Me armé de valor, me sujeté a la esperanza de recibir una buena noticia, y empujé la puerta
giratoria.
— Sí, soy yo quien atiende a su hermano— afirmó
con voz gutural el oncólogo en el 2º piso—; permítame informarle que su estado
es crítico. En su lugar, yo entraría a esa habitación y no la abandonaría hasta
arreglarlo todo. Aún puede hablar. Recuerde: su estado es crítico; es muy
posible que pase lo peor… pero recuerde también que la esperanza es lo último que se pierde.
“Posiblemente”…
“posible”… “posibilidad”. Tres de las palabras que más odio en todo el
diccionario. Básicamente dicen que tienes el triunfo en las manos, pero que aún
no puedes cantar victoria, y que, con la misma velocidad, ésta puede transformarse en
derrota.
Me planté frente a la
puerta. “¿Qué hacer?, no soy tan fuerte. No resistiré. No, espera, no puedo. No
puedo…no… … Yo… Sí puedo. Tengo más voluntad que mis sentimientos. Yo controlo
mi mente, y mi alma. Sí puedo.”
Di un paso al frente,
giré la manilla, cerré la puerta tras de mí y, ante el espectáculo que se
ofrecía a mis ojos, rompí a llorar.
— Llegaste— sonrió—.
Sabía que no me abandonarías, que no me dejarías solo.
— Bien sabes que
nunca, jamás, te dejaría solo— expresé, tratando de contenerme—. Eres lo único
que tengo en la vida; no podría dejarte solo.
— Lo lamento. Lamento
no haber…— Calla— susurré, interrumpiéndolo—. No hables. Déjame eso a mí.
Aquella lánguida
noche representó un verdadero abismo que se interponía entre mi mente y mi
alma. No pude pegar un solo ojo en ningún momento. El miedo me invadía nuevamente.
Temía tener una pesadilla si el sueño me vencía, aunque realmente habría
preferido una diferente a la que ya estaba viviendo. Dicen que se puede
soñar despierto, pero nunca mencionan que el sueño puede convertirse en una
pesadilla sin previo aviso. Dentro de mi cabeza se desarrollaba un verdadero pandemonio. Miles
de voces lejanas gritaban algo que, a pesar de ser inaudible, entendía a la
perfección. Me exhortaban a que me marchase. Decían que nunca sería capaz de
resistir. Algunas menos opacas coincidían en que debía mostrar indiferencia
hacia mi hermano; que no valía la pena derrumbarme por su causa. Unas más
cercanas se lamentaban y opinaban que todo estaba perdido ya. Me decían que la
mejor forma de escapar del asunto era hundiéndome en mi propia miseria.
“Esperanza” susurró una voz infantil que desapareció
en el acto.
— ¿Te encuentras bien?— me preguntó—. Me pareció
oírte sollozar en la noche.
— No es nada. Es sólo que…
— ¿Qué?
— ¿Recuerdas el día aquél en que dejaste escapar al periquito de la abuela?— pregunté, desviando un poco el tema.
— Sí, lo recuerdo— dijo sonriendo.
— Estabas tan asustado que me sentí impulsado a asumir la culpa.— En vano, pues acabaron por descubrirnos inevitablemente— agregó, haciendo un pequeño paréntesis mientras sonreía—. Éramos tan pequeños— continué—… y sin embargo, desde entonces prometí protegerte y
cuidarte. Lamento no haberlo hecho…
— No es tu culpa; el único culpable es el destino.
— Pues si fue él quien te hizo esto, ¡Maldito sea!
— Tengo miedo— le dije en cierta oportunidad.
— Miedo, pero… ¿de qué?— preguntó.
— Miedo de lo que pueda pasarte; de lo que pueda
pasarnos. ¿Acaso no lo tienes tú?
— El miedo sólo es una preocupación agravada. Es
sólo un sentimiento más. No te pre-ocupes; en lugar de eso, ocúpate. No desgastes tu vida en simulaciones mentales; vive.
Definitivamente le
había hecho la pregunta incorrecta al hombre incorrecto. Podrías pasar a nado
el Océano Atlántico, podrías llegar a la cumbre del Everest en un solo día,
podrías cruzar el Gobi sin una gota de agua, podrías saltar el Gran Cañón de un
lado a otro, pero en optimismo, a mi hermano no le habrías llegado ni a los
talones.
— Dime… ¿Crees que moriré?— preguntó posteriormente.
— Por favor, no me hagas contestar esa pregunta.
— ¿Es que no te queda algo de esperanza?
— Mi esperanza se agotó en el preciso instante en el
que papá nos abandonó— respondí frívolamente.
— Dime… ¿Cuál consideras sea el concepto de
esperanza?
— ¿El concepto?... esperanza… supongo que nunca
había pensado en ello… … … tal vez la esperanza sea sólo eso: la espera; esperar
a que las cosas cambien— respondí sin pensar en mis palabras.
— ¿Sabes una cosa? No estoy de acuerdo contigo. Está
claro que las cosas pueden cambiar; el problema es que así como pueden mejorar,
también pueden empeorar. Y dudo mucho que exista alguien en este mundo que desee lo peor. Yo pensaría en otra cosa.
— ¿Ah sí? ¿Qué concepto le darías, por ejemplo?
— Yo diría que… que la esperanza es aquello que hace
que creamos que “la esperanza es lo último que se pierde”. Tal vez la esperanza
sea sólo eso: creer. Ya que sólo creemos en aquello en lo que confiamos, la
esperanza se vería reducida a la palabra “confianza”…
Me mantuve en silencio,
pensativo.
— … eso es todo; cuando confiamos, cuando creemos en
algo, en alguien, depositamos nuestra esperanza en esa cosa o persona. Cuando
creemos o confiamos en que algo pueda suceder, para bien, es entonces cuando
tenemos esperanza. No recuerdo el sitio en el que escuché que “sólo en tiempos
de extrema desesperación, la esperanza sale a flote”; pues de acuerdo a ello,
podría decir que: sólo en momentos de íntegra confianza, la felicidad emerge de
lo profundo del olvido. Sólo es necesario esperar por ella… y no marchar antes de su encuentro.
Amargas y gruesas
lágrimas brotaban de mis ojos.
Yo estaba sentado,
frente a la camilla, mirándolo tiernamente.
Él; dormido
plácidamente.
Me encontraba pensando
en el destino, en el futuro, en la esperanza y cuán ligada a la fe estaba,
cuando se comenzaron a escuchar los malditos pitidos. Salí de mi trance inmediatamente
y corrí en busca de algún doctor.
Entramos en la habitación
exaltadamente. El pitido no cesaba, pero mi hermano había despertado. Me
observó. Cerró los ojos.
El médico
verificó ciertos datos y, después de exclamar algo, me dijo que debía llevar a
mi hermano al quirófano de manera inmediata. Sentí cómo el corazón se me
hacía pedazos, y, mientras me llevaba las manos a la cabeza, una enfermera sacó
la camilla y se dirigió precipitadamente al pasillo. Salí tras de ellos.
En medio de
tal ajetreo, mi hermano abrió un poco los ojos, me miró fijamente y susurró:
— Aún confías en mí, ¿no es cierto?
Me quedé pegado al
piso, congelado; petrificado.
No pude avanzar más.
Los observé hasta que entraron al quirófano.
Permanecí inmóvil.
Sin hablar. Sin oír. Sin sentir. Sin pensar.
Esperé y esperé sin
apartarme del pasillo siquiera.
Una lágrima se escapó de mi ojo izquierdo y exclamé:
— Sí. Aún confío en ti. Creo en ti.
En cierta oportunidad
alguien dijo que los cuentos no deberían tener un final triste. Esa misma
persona comentó que, si alguna vez le correspondía contar una historia triste,
no la presentaría de forma escrita; simplemente no la contaría nunca.
Concuerdo
con esa persona.
Si mi hermano hubiese
muerto, jamás habría pensado en escribir estas líneas. En realidad, no sé con certeza si hubiera sido capaz de resistir la pérdida de mi hermano. Lamentablemente, esta historia
se repite día tras día, y no siempre culmina con un final feliz.
Espero haber dejado alguna moraleja contando este relato, a pesar de que no fuese esa mi intención original. No puedo más que aportar una sola cosa, e irónicamente quizás sea lo siguiente: crean, crean y confíen… pues siempre es posible. Crean en esa posibilidad.
La esperanza
no es lo último que se pierde. La esperanza nunca se pierde.
- Elohim Flores.
05/06-2009 o 05/06-2010
Editado: 11/16
Editado: 11/16
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