5, 4, 3, 2, 1… Lentamente, como incrustando un fragmento de su alma en cada uno de ellos, Marcel depositaba los cartuchos dentro del arma. El conteo era siempre el mismo, mas en modo alguno lograba evitar pronunciar cada palabra en cada ocasión con tortuoso y espeso detenimiento, como saboreando los números. Y su sabor era agrio. Sabían a muerte.
5, 4, 3, 2, 1… Las palabras eran balas detonadas con potencia sosegada; balas que impactaban en su mente y ensordecían sus sentidos. No obstante, su consciencia se encontraba exánime años había, por lo que el entumecimiento empático para el cruento acto que se hallaba pronto a perpetrar formaba parte de su propio ser. A la vez, sus manos y dedos, insertando sistemáticamente los proyectiles, eran cómplices habituales en el crimen. En el pecado.
2, 1… Con las yemas acarició los últimos dos cilindros cobrizos. Observó el espacio reservado para la sexta bala como quien observa el sepulcro abierto de su padre antes de arrojar una espiga adentro. A las profundidades del Hades.
¿Por qué Marcel hacía esto? Quizás fuese por simple manía. De haber tenido alma, habría pensado que el porcentaje vacío del cargador podría resultar equivalente a las probabilidades que tenía de evitar pudrirse en el infierno.
Pero no la tenía. No a estas alturas, y lo cierto era que la recámara vacía jamás había sido seleccionada por el destino, por lo que en ocasiones estimaba que la providencia no tenía la más mínima intención de desviarlo del camino de la decadencia.
Jugueteó un poco con la bolsa de su traje, palpándola levemente en un intento exitoso por corroborar que dentro de ella yacía almacenado un pequeño objeto. Acto seguido, extrajo de ella una moneda dorada. Deslizó la uña de su dedo índice sobe los bordes dentados mientras la sopesaba. Tanteó con sutileza el relieve del rostro impreso en una de sus caras, la ojeó mientras la hacía girar sobre su propio eje con presteza, y tras esto elevó con alargamiento mortuorio su metálica mirada. Una mirada con el peso de un invierno que se había extendido durante décadas enteras. Frente a él, encadenado y amordazado, maniatado a una firme silla, se hallaba un desdichado individuo bañado en sangre coagulada.
Marcel solía ofrecer a sus víctimas dos opciones antes de enviarlos al purgatorio. La moneda giraba como una pequeña hélice en el aire; como una ruleta del destino. Cruz para una muerte relativamente rápida. Piadosa, si se le quería ver de esa manera. El Cristo entregaba una muerte… cristiana. Por otra parte, si el costado correspondiente al rostro del Emperador asomaba tras caer la moneda… sus desafortunadas víctimas tendrían la desdicha de descubrir que existen peores pesadillas que la de una muerte lenta.
Gracias al rostro grabado en aquella simple circunferencia, los desgraciados que tenían el infortunio de caer en sus manos lograban visitar y explorar un buen trecho del infierno antes de que sus espíritus abandonasen sus abultados, sanguinolentos cuerpos moribundos. Justo como había sucedido a través de incontables siglos a causa de los monarcas cuyas altivas faces habían sido inmortalizadas en tan miserables piezas de cobre, el hombre continuaba trayendo la desgracia sobre sus pares una, y otra, y otra vez más. Aún bajo la forma de una moneda.
Especialmente bajo la forma de una moneda.
¿Por qué Marcel hacía esto? Quizás fuese por simple manía. De haber tenido alma, le habría gustado pensar que la frialdad glacial que helaba su ser poseía la capacidad humana de ceder paso a la sacra misericordia inmanente a cada corazón creyente… cuando menos en un 50% de las oportunidades.
Pero no la tenía, y no le gustaba mentirse.
Marcel era un profesional. Desconocía la ofensa cometida por su víctima, pero poca importancia poseía aquello para su persona en realidad. Su trabajo consistía en asegurarse de que ni un solo desdichado que ingresase a las sombras de aquella sala pobremente iluminada pudiese dirigir la mirada una vez más en dirección a la luz del sol.
Dos hombres entraban, y la puerta se cerraba tras ellos con un crujido que se asemejaba a un gemido de agonía. Como polillas atraídas por el fuego, calcinándose de espaldas al astro rey que irónicamente aguardó siempre con los brazos abiertos a un Ícaro que había decidido sumergirse en la oscuridad de una luz impostora, se consumirían hasta la muerte y sólo Marcel resurgiría de las cenizas, ennegrecido por su vileza.
5, 4, 3, 2, 1…
Tras cruzar el umbral, recorridos los cinco metros acostumbrados, ambos humanos abandonaban sus roles, se despojaban de sus papeles como hombres y se transformaban en adefesios de humanidad. Uno se tornaba en carnicero, el otro en saco de carne. Cinco metros previos a la reunión con la muerte. Sólo uno de ambos salía de la húmeda habitación, acompañado por la verdad. Una verdad arrancada a golpes directamente del cuerpo desgarrado del otro. Una verdad bañada en sangre. ¿Y es que hay mayor verdad, mayor certeza, mayor realidad que la de la muerte? La hermosura y majestuosidad de las verdades radica en que no pierden su esencia aún cuando la pestilencia de la inmundicia con la que han sido bañadas impide acercarse a ellas. Era entonces cuando un individuo como Marcel las extraía con las manos desnudas sin importar la insalubridad de su corrupción, ni el costo en sangre, lágrimas… y más sangre.
Sólo uno de ambos salía de la habitación del infierno, y siempre se trataba del mismo individuo. Pero éste no requería de la indeleble corrupción para mantener impregnado en su ser el aroma de la insoportable miseria humana; portaba ya un infierno personal dentro de las entrañas de su mente.
Marcel era un profesional, y su trayectoria era tan impecable como implacables sus métodos. Sus antecedentes le colocaban en una prestigiosa posición dentro de la organización. Pocos eran tan respetados. O temidos. Miedo y respeto son pragmáticamente homónimos. En todo caso, él prefería ser temido; el respeto se perdía con el tiempo, y la costumbre humana tendía a minimizarlo hasta convertirlo en una penosa parodia de sí mismo. El terror, por su parte, perviviría mientras cada ser humano se aferrase siquiera a la última fibra de su vida mundana. El respeto sucumbía al paso de las edades. El terror, en cambio… el terror era eterno.
El miedo era su primer aliado. El dolor, su único amigo. Su cómplice. Gracias a ambos, sus víctimas siempre confesaban rápido, aún cuando desconocieran la verdad. Nadie dijo jamás que la verdad no pudiese ser engendrada de la nada. Todos los hombres hablan cuando ven la vida pasar frente a sus ojos y escabullirse a través de las ranuras de sus dedos. Hablan sin decir, escupiendo palabras sin voz, palabras sin aliento nacidas de un hálito sin vida; una vida muerta, sepultada en el desasosiego de una extinción… inexorable.
Pese a ello, este individuo en particular resultaba obstinadamente silencioso. La tortura no lograba extraer otra cosa que no fuese sangre. Aún así, ahora Marcel conocía la razón: este hombre no sabía nada, ni aún lo suficiente para engendrar su propia y retorcida verdad vacua. No sabía nada, o cuando menos sabía tanto como muchos otros cuyas vidas habían sido segadas ya sin entregar una sola pieza de información de utilidad a cambio. Pero la ignorancia no era el único pecado de aquel desdichado, no; también pecaba por inocencia. Se había encontrado en el momento y lugar equivocados antes de ser capturado por la organización, y ahora pagaría con su vida por el atroz error.
3, 2, 1…
Dos hombres ingresaban a aquella sala, y sólo uno salía con vida de ella. Indefectiblemente. Una desvencijada pero firme puerta trasera atestiguaba las atrocidades que se practicaban allí, en un mundo exento de luz natural, totalmente alejado de su caricia. Jamás había sido abierta, no desde que Marcel había tomado la responsabilidad de ejecutar aquel trabajo. No cumplía otra función más que la de alimentar las enjutas esperanzas antes de ser conducidas al matadero. Quizás la mera fantasía de una posibilidad para escapar con vida de aquella habitación enclaustrada facilitaba la cooperación de aquellos bovinos.
Ilusos.
La inocencia jamás bastó para salvar a un mártir; al contrario, el martirio parece siempre verse atraído por el aroma de la inocencia como un colibrí al néctar de una flor que aguarda por legar su polen antes de marchitarse al atardecer. Y junto al martirio, imprescindible e irrevocablemente, la muerte. Pero este hombre no era un mártir, y su inocencia sólo le había conseguido un final tortuoso, atrayendo al dolor como una rodaja de carne pútrida a las moscas. Los inocentes nacían para ser sacrificados. El peso de la muerte desequilibra la balanza del martirio.
Y la inocencia es más ligera que el aire.
Este hombre no era un mártir, y su muerte sólo conseguiría recalcar en Marcel la única real verdad que se había grabado en su mente tras años de invierno: nadie vive para siempre. Ni aún los verdaderos mártires… Mucho menos los verdaderos mártires. Aún así, algo los diferenciaba a ellos de los otros miles de inocentes que abandonaban este mundo de desesperanza tras cada minuto con un ahogado alarido de angustia que se apagaba simultáneamente con la llama de sus vidas: los verdaderos mártires… ellos continúan gritando incluso tras la muerte.
Una cruz de oro colgaba del cuello de Marcel, aunque en ocasiones sentía que sucedía lo contrario. En ocasiones le asaltaba la certeza de ser él quien colgaba de ella por el cuello. El crucifijo oscilaba como un péndulo con cada puñetazo. Los nudillos de Marcel se hallaban tan ensangrentados como el rostro casi desfigurado del pobre desgraciado en frontispicio.
La tortura es un arte que se practica sobre el lienzo de la carne, pero Marcel no era un artista; sólo era un hombre que realizaba a la perfección su trabajo. Y el Cristo en su cuello se balanceaba como la péndola de un reloj que contaba los segundos restantes de sus víctimas, uno a uno, golpe a golpe, gota a gota.
3, 2, 1…
Los puños totalmente enrojecidos por el carmín de la sangre inocente dibujaban remarcadas siluetas en el aire. Sus nudillos sacudían la carne del individuo postrado frente a él mientras el Cristo atestiguaba la barbarie del hombre contra el hombre. La sangre en sus manos era su estigma, y en su mente reposaba la total convicción de que Pilatos había sido un completo cobarde al esforzarse por remover las manchas de las suyas propias. Un golpe especialmente contundente provocó que un objeto reluciente asomara por entre los botones de la camisa de su víctima: un pequeño guardapelo adornado con el grabado de una rosa. Marcel lo tomó entre sus dedos empapados y tras observarlo con detenimiento, lo abrió con cierta dificultad debido a la untuosidad de la sangre que los recubría. La imagen de la fotografía de una elegante dama se abría paso a la luz. Desconocía si se trataba de una esposa o de una madre, y aquel hombre no se encontraba en condiciones como para aclararlo.
El día en que perdió a su propia esposa perdió el alma. El día en que perdió a su hija descendió al infierno, y en el infierno había decidido morar indefinidamente hasta que un golpe del destino le arrebatase la última esquirla de consciencia y autoconsciencia, para finalmente reposar en el exilio de la nada. En el eterno entumecimiento del nunca y el jamás. Ahora era un muerto en vida, y cualquier día era bueno para abandonar el lastre que resultaba aquella existencia descompuesta. Su cuerpo era una carga. El pasar del tiempo, una metralla incrustada en lo más profundo de su ser. Jamás sanaba, y supuraba sin cesar. Supuraba angustia, sangraba melancolía, y la desesperanza derramada ahogaba los desesperados gritos de agonía y de dolor inconmensurable. Marcel dejó escapar el guardapelo de sus dedos. Parecía como si las espinas de la rosa grabada hubieran perforado su soledad sangrante.
La soledad, su condena. La soledad, su verdugo. La soledad, el infierno.
5, 4, 3, 2…
El día en que perdió a su esposa los responsables pagaron con sus vidas. El día en que perdió a su hija, lo hicieron también los familiares de los perpetradores. Pero la venganza es mucho más volátil que el éter, y cuando se vierte la bilis negra de la que está compuesta, jamás alcanza siquiera a entrar en contacto con el cuenco al que se espera que replete hasta el tope, en reemplazo del bien perdido; se desvanece mucho antes, durante el trayecto aéreo, en vapores de amarga insipidez. En vapores de la nada.
¿Creía él en el destino? ¿Arropaban sus pensamientos la noción sobre un ajuste de cuentas predeterminado? En lo absoluto. Pero podía sentirlo en las cercanías perennemente, acechando, olfateando el rastro de sangre que mancillaba la blanca monotonía de su invierno a cada paso. Todos sentimos de manera constante la presencia de la bestia depredadora, el resplandor voraz de sus colmillos y su nocturna mirada, profunda como el abismo. Una mirada de la que nuestro juicio se encuentra tan inadmisiblemente aterrado que infantilmente se esfuerza por imposibilitar la más mínima oportunidad de ser aprehendida junto a todas las demás sensaciones, pensamientos y nociones que componen nuestro riguroso sistema de creencias. Ingenuos nos convencemos de que al negar la existencia de nuestra peor pesadilla con el suficiente fervor podremos deshacernos de su sombra funesta. Pero la sombra jamás desaparece, porque ella es nos, y nos ella. La sombra del hambriento depredador jamás se desvanece ya que es tan humana como los humanos que desean escabullirse de su amenazadora presencia con cada filamento de sus almas. Carne de su carne, cuerpo de su cuerpo.
Sangre de su sangre.
Aunque Marcel no poseía alma ni deseaba escapar de la silueta infernal que lo hostigaba, tenía la certeza de que tarde o temprano aquel animal saltaría tras sus espaldas y lo volvería trizas con dientes y garras. La bestia en su interior extendería sus zarpas para rebanar su cuello, implacable como su propia naturaleza, gélida como la blanca nieve que entintarían en carmesí sus entrañas derramadas. Sólo era cuestión de tiempo.
¿Creía Marcel en el destino? Para Marcel, el destino era un hombre dentro del hombre. Y el hombre es lobo del hombre.
5, 4…
Los golpes repiqueteaban como la lluvia. Las gotas de sangre descendían en picada como la lluvia. La enfermiza luz del menguante foco que se mecía sobre ellos helaba sus miembros y erizaba sus pieles, como la lluvia. La lluvia caía, y caía, y caía… sin cesar. Para ser honestos, en ocasiones deseaba que menguase el diluvio. La lluvia lo agotaba. Y cada golpe sacudía el guardapelo, haciéndolo saltar de un lugar a otro. Y el retrato asomaba esporádicamente para atestiguar la barbarie. Y cada golpe parecía doler con el dolor de la bala que mató a su esposa. Y cada golpe balanceaba el crucifijo como un metrónomo defectuoso. Y cada golpe era un clavo en el leño. Y cada golpe era una espina en la corona. Y cada golpe era una astilla en el alma.
¿Alma?
¿Padecía Marcel de alguna especie de síndrome del miembro fantasma, gracias al cual podía experimentar en ocasiones similares a ésta un pequeño, casi imperceptible dolor en la cáscara de su alma? Deseaba erradicar ese pensamiento de su mente, y sólo el estruendo de los golpes contra el rostro amoratado de su obra de arte lograba acallar el gemido de su… ¿Por qué resultaba tan dificultoso fracturar la inocencia? Sentía que estaba golpeando la roca desnuda de los muros del Tártaro. ¿Acaso no lo había hecho en innumerables ocasiones antes? ¿Acaso existía un límite para la culpa, un punto de quiebre tras el cual cada gota derramada ardía como el ácido más corrosivo? ¿Por qué el recuerdo muerto dolía más que el presente vivo? ¿Por qué la carcasa vacía de su corazón derramaba la sangre de este hombre, y las heridas que abrían sus nudillos dolían con el dolor de las cicatrices propias?
La lluvia de sus puños había cesado. La de sus ojos comenzaba a arreciar.
5, 4, 3, 2, 1…
Un acto de maldad en un santo o un acto de bondad en un pecador. ¿Cuál evoca mayor estupor, cuál mayor fascinación? La percepción conceptual del mal es una noción moral, la apreciación de una abstracción nacida del pensamiento ético, de la vida en sociedad, de las religiones y dogmas humanos. Aunque esta realidad escape de nuestros sentidos, el tan llamado y cuestionado mal se encuentra presente bajo cada forma posible, en cada partícula del mundo natural, vistiendo las pieles del siempre acechante instinto. El instinto de supervivencia. Devorar o ser devorado. Matar o morir. Matar y morir. En la selva, el más grande devora al más pequeño, y los carroñeros toman lo que pueden de quien pueden. Justo como en la ciudad.
Aún así, cuando un depredador devora a su presa, lo hace totalmente desprovisto de inquina; sin goce ni deleite alguno por el arrebato de la vida consumida. Los animales no danzan sobre los ídolos caídos. En el hombre, especie superior, la inteligencia intenta usurpar el justo lugar del instinto, y éste es entonces corrompido por sentimientos y emociones antinaturales, artificios conocidos como odio, egoísmo, ambición, envidia… Hacer el mal y ser malvado se encuentran tan distanciados como hacer el bien y… ser un santo. No resulta dificultoso cometer acciones catalogadas bajo la categoría moral (y por lo tanto meramente humana) del mal, puesto que el instinto corre por nuestras venas desde el momento preciso de nuestra concepción. Mas a la vez tampoco resulta dificultoso ser genuina (y humanamente) malvado debido a que la inteligencia se ha arraigado en el núcleo mismo de nuestro ser hasta transformarse en un frangmento indistinguible de nuestra esencia primigenia. La inteligencia tiende a la perversión. Es por tanto sólo natural que un santo peque. El mal es ordinario. Es habitual.
¿Cómo nacen entonces la solidaridad, el altruismo, la benevolencia y otras capacidades contrastantes a aquellas que inherentemente nos componen? Nacen como representaciones opuestas al instinto desmedido. Son acometidas de la razón en contra de la bajeza a la que somos propensos en cada segundo de cada hora. Son esfuerzos por superar a la bestia y al demonio que conviven dentro, muy dentro, y que asoman constante y muy frecuentemente a flor de piel, al ras de la superficie. Son engendradas por la misma inteligencia que pervierte al instinto natural. Son producto de la evolución. Son distintivos de trascendencia. Son antinaturales.
La impredecibilidad que impregna tanto a la sonrisa en el rostro de un monstruo sonsacada por la inocencia de un niño al jugar, como al acto de sacrificio realizado por un desalmado en un intento por redimirse, y a la tortuosa expiación de un traidor en búsqueda desesperada por aliviar su culpa, es justificación suficiente de la incomparable estupefacción suscitada por un espectáculo de tal índole. ¿Quién ha presenciado tales singularidades? La infrecuencia casi absoluta de tales aconteceres provoca que la inverosimilitud alcance niveles de escepticismo radical, y aún así, ¿no ha presentado la historia evidencia escasa pero suficiente sobre la prodigiosa existencia de tales ejemplares? La capacidad de marchar contra el orden natural y contra la degradación humana aún cuando ésta ha hecho ya metástasis bien podría llevar el nombre de milagro. Después de todo, incluso el alma de Fausto alcanzó la salvación.
El débil foco se balanceaba. Un dedo trastabillaba sobre los dientes que bordeaban la moneda dentro de la bolsa mientras los dientes de la bestia agazapada en las sombras del corazón hueco de Marcel destellaban y goteaban hambrientos, impacientes.
Basta con el efímero soplido del más leve golpe de brisa para inducir al más beato al pecado; tan propensos nos encontramos a sucumbir a lo que se encuentra siempre incipiente en el interior. Errare humanum est. Por su parte, la suma peculiaridad y anomalía del mal redimido refleja y certifica por sí misma el esfuerzo titánico que requiere un cambio de corazón. El bien es una capacidad fuera del tosco alcance de la bestia primigenia. El bien es una capacidad sobrehumana. Arrancar el mal arraigado exige un portento sin igual. El bien es Heracles separando los montes de Abyla y Calpe mientras el espíritu humano escapa, libre, y se derrama a través de Gibraltar. ¿No demuestra acaso esto lo suficiente sobre el tremendo poder que ostenta el bien?
Claro está, también existen seres sin alma… Y cuando no tienes alma, ¿qué importan el bien y el mal? El corazón entumecido de un glacial ya no late.
5, 4, 3…
Un acto de maldad en un santo o un acto de bondad en un pecador. ¿Cuál evoca mayor fascinación? ¿Cuándo se agrieta la coraza de un témpano de hielo?
De manera inusitada, la pieza metálica giró en el aire por segunda vez en un mismo día. Si la cara representa al Emperador, ¿la cruz representa al Cristo? ¿O acaso representa el castigo administrado por el Emperador en el anverso? Después de todo, ¿no fue el poder humano quien ordenó la muerte del Mesías?
Los ojos del depredador relucían como luciérnagas encendidas por los fuegos del infierno.
¿Existe el honor en los criminales? ¿Puedes esperar de ellos fidelidad hacia algún sistema de principios, aún hacia los suyos propios? Un hombre no puede oponerse a su naturaleza, y un criminal es en su esencia más pura un transgresor que se ha sumergido en las pérfidas impurezas del alma humana. Un criminal es un morador de la perpetua traición al espíritu, por naturaleza. Principalmente al suyo mismo. ¿Qué clase de código pueden llegar a seguir aquellos individuos para quienes la vida humana parece haber sido diseñada con el único propósito de ser ultrajada? Transgredir el orden, transgredir la vida, transgredir la verdad… Un criminal es un hombre que ha violado de la manera más canalla el pacto entre su conciencia y su humanidad, provocando que ambas tomasen caminos bifurcados. Un criminal es un hombre que no obedece tanto al código de su supervivencia como al de su conveniencia. El criminal es un monstruo que dio la espalda a los suyos; incapaz de emular la gallarda aunque inmisericorde bestialidad del destino, no posee ni aún la lóbrega pero sobria capacidad de encarar con dignidad al hombre al cual depreda. La bajeza es su única ley.
La pieza cobriza aterrizó con un chasquido atiplado. Los ojos de Marcel descendieron para observar el resultado lapidario. Tras esto, se movilizó a las espaldas de su víctima, desató sus manos sin inmutarse, y regresó a su posición inicial para observar a los ojos al individuo de rostro ahora irreconocible mientras éste se incorporaba torpemente, lleno de confusión. Marcel sopesó un pequeño objeto en el fondo de su otra bolsa. Otro objeto dentado.
La lluvia en sus ojos se había desvanecido antes siquiera de percatarse de ella. ¿Frustración, dolor, desasosiego, perplejidad? Poco importaba la fuente de sus lágrimas efímeras ahora que la sequía se había apropiado de su rostro. Sacó la llave con indiferencia y se aproximó a la puerta trasera. La cerradura cedió, y la salida fue abierta de par en par. Los rayos de sol ingresaron como cuchillas que atravesaban la carne sin dificultad. Y sin dolor.
No, no existe honor en los criminales, y son incapaces de seguir incluso sus propios principios…
La faz del Emperador asomaba al foco disfuncional que colgaba del techo. Sólo que en esta ocasión, únicamente en esta ocasión, carecía de poder sobre el hombre. Entretanto, Marcel abrochaba los puños de su camisa y ajustaba los de su cuello. Extrajo un pañuelo y limpió sus manos con calma; tendría una importante reunión en materia de segundos, y no quería estar poco presentable. La más importante reunión que puede tener un hombre. Marcel se tomó su tiempo, haciendo valer cada segundo. Después de todo, se trataba de una reunión a la que resultaba imposible llegar tarde. El monstruo interior rugía mientras se acercaba con un atrevimiento que rayaba en la insolencia. En la desmesura. No necesitaba cautela ya. Su presa se había acorralado. Podía saborear el aroma de la sangre en el aire.
Errare humanum est, perseverare autem diabolicum, et tertia non datur. Errar es un defecto irrefutablemente humano, mas perseverar en el error resulta inequívocamente diabólico…
Y no hay tercera opción.
¿O la hay?
La bestia agazapada había efectuado un potente salto y ya sus fauces se cernían sobre él. Podía sentir su aliento en la piel, precediendo por minúsculos y efímeros instantes el frío punzante de sus colmillos. ¿Llegaba finalmente la hora prefijada por el destino?
Sólo ahora, en el final, había comenzado a considerar que tal vez los clamores mortuorios que exhalaban los mártires, vapuleando incesantemente el mundo de los vivos, no eran quejidos de remordimiento y crudo dolor, sino simples ecos. Ecos de su estruendosa, ensordecedora partida. Ecos de las huellas que marcaron, camino a su encuentro con el destino. Ecos de una existencia estentórea. Ecos de una vida que triunfó sobre la muerte, y de una muerte que triunfó sobre el olvido. De una muerte que aún hoy resonaba con el escándalo suficiente como para reverberar aún en las profundidades de un alma ausente como la suya.
Marcel estaba totalmente convencido de que el destino lo había alcanzado; ¿cómo no iba a estarlo, si no había sido otro más que él quien catalizó dicho acontecimiento? Marcel había abierto las puertas de la libertad para su víctima. Las del destino para sí. Aquel hombre con el corazón de hielo conocía el alto costo, pero nunca imaginó que lo pagaría a cambio de la libertad de una inocencia que quizás no valía más que la de su hija. Quizás tampoco valía menos, pero eso ya no importaba, puesto que ahora revoloteaba como un ave fuera de su jaula, en la vastedad etérea de la inmensidad. Y lo que es libre, escapa incluso a las cadenas del entendimiento.
El hombre que colgaba del crucifijo en su cuello compró algo mucho más ligero que el aire a cambio de todo lo que tenía. Caronte había recibido con deferencia el óbolo, y le abría paso con gala para que ingresase a su barca fantasmal. Pronto el hombre del invierno perpetuo atravesaría las aguas del río Aqueronte. Y esta vez abriría el pestillo para salir de la habitación con una verdad mucho más inmensa que la que podía haberse imaginado cualquiera jamás. Una verdad inabarcable, impoluta, como la libertad de un ave.
Quizás, después de todo, sí tenía un alma.
Marcel sabía muy bien lo que aguardaba detrás de la puerta. Estaba preparado. Conocía de antemano el precio a pagar. Y ahora, Marcel contaba los pasos antes del final.
1, 2, 3, 4, 5…
- Elohim Flores.
Finales de 2007 o principios de 2008.
Reescritura: 2015, 05/20-09/20
El presente cuento fue escrito por mi persona a la edad aproximada de 12 años, durante una clase de Castellano. Mi docente en aquel entonces, la profesora Camacaro, lo recibió tan gratamente que solicitó su préstamo para leerlo a sus estudiantes de la Universiad Pedagógica Experimental Libertador. Lamentablemente ese fue el último día que tuve mi cuento en las manos :) Después de muchos años, tomé el valor y las fuerzas necesarias para volver a escribirlo. Espero que sea de su agrado, estimados lectores.
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