La bruma es
espesa y dificulta mi respiración. La viscosa humedad del empedrado amenaza con
hacerme caer mientras me esfuerzo por no ralentizar mi apretada marcha. Algunas
horas atrás me encuentro en mi pequeña vivienda, debatiéndome con el eterno
dilema de mi cotidianidad. El mundo es frío y áspero; es cruel y gris y húmedo
y vicioso. El mundo es hostil, y no pierde la oportunidad de roer mi espíritu
cuando el momento se le presenta. Ni con toda la resolución que resguarda mi
abatida alma me es posible aunar las fuerzas suficientes que necesito para
salir a través de la silenciosa puerta de madera que me protege del gélido
crepúsculo alquitranado que todo lo devora allá afuera. El mundo es gris y la
vida se seca a cada minuto, siendo succionada por la oscuridad que latente
aguarda por la simple oocasión de poder tomar el espíritu del planeta y
consumirlo hasta su raíz. La tormenta eterna que ruge sin piedad empapa la
tierra y las calles, e infesta de pequeños riachuelos descendentes a los áridos
y espinosos ramajes resecos de los arbolejos que gimoteantes rodean las
pequeñas villas de la zona y las aíslan de mejor manera que en la que un muro
podría siquiera considerar hacerlo.
—Dicen que los lobos del bosque han
comenzado a devorar leñadores de nuevo —Me comentó en alguna ocasión mi buen (y
único) amigo, Daimon. Mientras tartamudeaba, acomodaba levemente sus anteojos
de montura negra, los cuales tenían la mala costumbre de deslizarse por su
nariz. Jamás se los quitaba de encima.
—No le temo tanto a los lobos como a
las sombras. Noche tras noche inundan mis pesadillas. Aléjate de los árboles y
estarás a salvo de las bestias, pero ¿cómo puedes resguardarte del cielo, y de
las maldiciones que arroja?— Contesté con pesadumbre. Las sombras, ominosas,
intangibles, corruptas, mortales, constituían en su totalidad mi terror por el
exterior.
—No es bueno hablar de las sombras…
—Me contestó mientras tragaba saliva—. Bien sabes que nunca dejan de estar al acecho,
observando, escuchando… —Y al decir esto, lanzó una subconsciente mirada de
soslayo al tiempo que se acariciaba la nuca, como queriendo eliminar la
sensación dejada por un insecto al pasar—. Pero no puedes dejar llevarte por el
pánico, lo veas por donde lo veas. Un techo siempre será un buen refugio contra
la lluvia.
Sin la parsimonia suficiente como
para captar su metáfora, mi mente divagó. Las nubes maldicen la tierra con sus
gotas impías, y el agua que se acumula entre el lodo y el asfalto prepara la llegada
del reino oscuro. Esporádicamente, los relámpagos fulminan la visión de un
mundo negro y la reemplazan momentáneamente por la de uno resplandecientemente
descolorido; blanco color vacío, mudo. El trueno hace acto de aparición poco
después, ofuscado, ofreciendo su voz a la furia acumulada de las almas que se
vieron atrapadas en el limbo del ciclo entre la vida y la muerte. Con
estentóreo clamor gutural el trueno da marcha atrás, abriendo paso a un nuevo
destello enceguecedor, y el vals de la tormenta se prolonga durante la noche
entera.
En ocasiones desearía no haber sido
merecedor de este destino, pero la muerte tentadora jamás será una opción, y
aunque en la espalda lleve el yugo del pecado de la cobardía, mucho menos lo
será desandar lo andado. Para consolarme, me dibujo mentalmente como un mártir
al que se le asignó la tarea de vivir una existencia tortuosa en el lugar que
debió haber ocupado cualquier otro ahora más afortunado al verse libre de ella;
triste y resignado mártir que cumple sentencia ajena con estoicismo.
Enjuago mis ojos con las lágrimas
que escapan mientras echo a un lado la autocompasión. El mundo es gris, y no
puedo evitar proferir un lastimoso aullido dentro de mi ser al considerar el
inevitable curso de acción que ante mí se presenta como tantas veces ha hecho
antes. Las fuerzas se me escapan como las gotas a los fríos cúmulos nebulosos
nocturnos, pero siento tensar la delgada hebra que ata mi corazón con el mundo
exterior, y la mano invisible que hace girar el timón del universo sujeta con
fuerza el otro extremo del hilo, antes de darle un impetuoso tirón que envía a
mi organismo un agudo y penetrante dolor, obligándome a mover los pies y
sujetar el picaporte de la puerta.
Aprieto la mandíbula con férreo
tesón mientras hago girar la aldaba. Un insoportablemente húmedo golpe de
viento corta mi piel al abrirse paso hasta la médula de mis huesos y depositar
allí su prole invernal. He abierto la puerta de par en par.
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