domingo, 29 de mayo de 2016

Traître


Postrado en una inmunda celda (despreciable invención humana), y sumergiendo sus ásperos dedos entre el mustio y deshilachado cabello que brotaba como un matorral reseco de su cuero cabelludo mientras dejaba escapar un suspiro de resignación, aguardaba parsimoniosamente su ejecución un hombre de rostro curtido por el tiempo y las acometidas de la inclemente vida de un soldado al servicio de la mitra y la corona. El temple que emanaba de sí no era indicio alguno de que no le temiese a la muerte, no. Realmente le aterraba la mera idea del cese de su existencia, el pensamiento de la agonía del alma en un posible más allá, y la laceración mental que pronto atravesaría en negación de la insoportable tortura física de la que sería víctima. El infierno terrenal abría las puertas a sus nefastas entrañas para su desdichado espíritu, y pronto lo engulliría en un mar de llamas y condena. El inhumano castigo era inminente, y golpearía sin piedad... 

           "¿Pero es que acaso existe algún tipo de castigo siquiera ligeramente humano?", razonó con ironía el fatigado hombre. 

Cavilando, llegó a la conclusión de que quizás se lo merecía. Después de todo, era culpable; así lo había confesado. Se le acusaba de traidor al reino, y como tal, le esperaba un suplicio indecible, a plena luz del día, como lección y espectáculo a la vez para el miserable populacho, ávido de vísceras y sufrimiento del prójimo por igual. El pueblo necesitaba diversión; la exigía, y era imperioso mantenerlo satisfecho. Se le acusaba de traidor, pues fue sorprendido tras actuar como mensajero para uno de los últimos grupos remanentes de la Orden, luego de haber difundido los planes de asalto y allanamiento discutidos en el cuartel; planes que escuchó mientras efectuaba su registro matutino, destinados a la captura de sus antiguos compañeros en su recién descubierto y muy posiblemente postrer refugio. Se le acusaba de traidor a la corona, pero había presenciado ya suficientes monstruosidades en la vida como para continuar traicionando la impertérrita voz de su conciencia, así que decidió dar la espalda a los decretos reales y asumir su responsabilidad como verdadero soldado. Había jurado proteger con su vida, de ser necesario, todo aquello que se considerase sagrado bajo el firmamento impoluto, y nada (ni aún el mismísimo Papa) se le hacía tan sacro como la vida de otro hombre que había proclamado un juramento similar. Así, pues, tomó una decisión: ningún semejante tenía por qué morir ese día.

La celada fue infalible. Se había difundido ya en el cuartel el rumor de su nexo con los Templarios supervivientes, y la confabulación entera había sido urdida partiendo de dicha premisa. Deliberadamente se le permitió enterarse de la falsa estratagema, y tras su presurosa partida rumbo al escondite de los ex caballeros con la intención de alertarles (craso error), diversos hombres apostados con antelación a lo largo de la senda que conducía a la fortaleza abandonada y localizada ya tiempo atrás cumplieron el papel de testigos ante la flagrante traición. Posteriormente, no hizo falta otra cosa que aguardar pacientemente tras un recodo cercano la carreta en la que se ocultarían sin falta los prófugos, ya prevenidos del supuesto allanamiento, en el momento de su fuga. De este modo se evitaba una lucha armada, quizás una o dos bajas aliadas, y se lograba además la captura adicional de un asqueroso traidor. No obstante, el pobre burlado no fue capturado en el acto, no. Ese miserable hombre que había decidido dar la espalda al cetro y a la cruz merecía un escarnio mucho peor, mucho más… aleccionador. No podía permitírsele a la insubordinación esparcir sus semillas en la población.

El día posterior se hallaba inmerso en una calma inconclusa. El sol, el viento, la tierra misma, todo parecía aprisionado en una idílica pintura de colores ocre. Su querida mujer, la perla de sus ojos, arrancaba algunos hierbajos que afeaban el umbral de sus humildes aposentos y su pequeño hijo, el mayor orgullo de su existir, la razón de su vida, jugueteaba en el suelo con unos pequeños soldaditos de madera que él mismo había tallado toscamente. Le encantaba observarle acomodar los pequeños hombrecillos en fila, asignarles nombres grotescos, y luego hacerlos saltar los unos contra los otros en impresionantes batallas imaginarias. Amaba ver a su niño ridiculizar el atroz espectáculo de la guerra en el polvoriento piso de su vivienda, personificando de manera jocosa a uno y otro bando, dando inocentes matices a la refriega, y encarnando los quiméricos generales de cada batallón fantasioso. No obstante, lo que menos deseaba en este mundo era que su retoño siguiera los ominosos pasos de las contrapartes reales de aquellas caricaturescas figurillas. Su hijo sería cualquier cosa menos soldado; el despreciable reino jamás colocaría sus sucias garras en su destino para amoldarlo en un remedo de su padre; no si podía evitarlo.

El día se convirtió súbitamente en noche al verse sumergido en una atmósfera de untuosas tinieblas a los ojos del desdichado hombre. El canto de las aves enmudeció, ahogado en un mar de consternación. El desconcierto entintó la luz solar, y los colores parecieron morir a causa de un profano halo nacido de la nada. Tres o cuatro hombres armados (la escena era ahora demasiado difusa como para recordarlo con completa precisión) habían irrumpido en la casa, desgarrando la casta armonía de su vida quizás no perfecta, pero definitivamente feliz. Empujando a su mujer con ellos en su abrupta entrada y arrojándola sobre el descuidado suelo, pisotearon brutalmente los figurines con los que jugaba su niño y lo sometieron en el acto. No necesitaban explicar las razones de su aprehensión; él ya las conocía de antemano, intuyendo en el acto lo realmente acaecido el día anterior, y aunque así no hubiese sido, sus sentidos se hallaban en extremo saturados por el desabrimiento ocasionado por el golpe de la realidad como para poder atender a cualquier palabra proferida-- pese a esto, no requirieron de motivo alguno aquellos detestables esbirros para expresarlas de todas manera y con sobrada sorna. Aún sin su acero habría podido reducirlos con moderada dificultad, o como mínimo se habría llevado a dos o tres consigo al purgatorio. Pero Dios sabe que muchos más vendrían tras ellos cual puñado de langostas desaforadas en pos de un buen montículo de cereal. Por los mil diablos, incluso así no sería muy difícil escapar a otro distrito y posteriormente salir del país; no con todos los contactos y conocidos de los que disponía... pero su hijo observaba inundado en lágrimas toda aquella escena... su hijo observaba atento, y no podía permitirse legarle un ejemplo de irreverencia que tarde o temprano entraría en conflicto con intereses mucho más altos de lo que podía concebirse. En ocasiones debes bajar la cabeza para evitar la soga de la que podrías colgar si te atreves a clavar tu mirada en los ojos de la autoridad. Y así, con más pena que gloria, fue encarcelado el hombre de los altos ideales. Había pecado de triple traición: traición a su rey, traición involuntaria a sus compañeros, traición última a sí mismo.

Así, pues, la muerte no le causaba indiferencia, no, pero la paz le imbuía irrefrenablemente, sobreponiéndose en ocasiones al terror. Sentía una insana tranquilidad al pensar en las últimas acciones antes de su captura y en cómo con ellas redimía a su hijo de todo futuro pecado contra el reino. El niño debía aprender con la muerte de su padre a acarrear una vida dócil; sólo así la conservaría. Las imágenes de su progenitor, encadenado y ultrajado, debían de permanecer impresas en su mente durante toda la eternidad; de otro modo, su sumisión habría sido en vano.

La espera se diluía como las letras de un pergamino bajo la lluvia. No podría haber asegurado si la tortura de aguardar su muerte era acaso menor que el martirio posterior a ella, pero tenía la certeza de que la ejecución había comenzado desde el mismísimo momento en que había sido arrojado dentro de los cuatro muros fríos y desnudos que amenazaban con devorarlo de manera genuina. El desasosiego mitigaba en ocasiones su serenidad, pero entonces dibujaba las pupilas de sus mujer dentro de sus párpados, y, con los ojos cerrados, flotaba en el eterno éter infinito de la oscuridad, entre la luz de los iris nacarados de su esposa y la sima de la libertad abismal.

Fue extraído de su ensimismamiento con hosquedad. El tintinear del manojo de llaves del guardia hacía acto de presencia, y se le asemejaba al grajear de los cuervos que devorarían su cadáver. La reluciente putrefacción en los dientes del carcelero al dibujar una séptica sonrisa mientras abría las rejas que apresaban al traidor arrojaba la burla de todo un sistema de gobierno contra el indefenso ciudadano común.

El patíbulo aguardaba.

Fue conducido al cadalso como un indiscutible animal de circo. Era, después de todo, lo normal. La plaza se hallaba repleta de ignorancia; desbordaba de ruindad encarnada. El tumulto era considerablemente copioso, y los vilipendios humanos recibieron a la ofrenda con aullidos de burla y vituperios. Parecíale a él ser en realidad el espectador de un circo inverso. 

             Pero lo que pudiera o no pensar carecía de valor para esta insana sociedad. 

             El ominoso maderamen se hallaba ya dispuesto con todos los instrumentos necesarios para hacer del cruel espectáculo un evento mucho más inolvidable. La justicia se había olvidado del fuego "purificador" de momento, y parecía tener en mente para el ex soldado una pena mucho más… anatómica. Cada artificio de tortura que se presentaba a su vista contribuía de particular modo a la proliferación de los punzantes escalofríos que recorrían su columna vertebral. Sentía ya de antemano el crujir de sus huesos y el gotear de sus entrañas perforadas por alguna púa herrumbrosa. El castigo no sólo se limitaba al martirio físico, pues el miedo asediaba con iniquidad su psique, y las afrentas del infame público, no sólo limitadas a deseos de las peores de las muertes sino extendidas a inmundos objetos arrojados contra su persona, herían su alma, sumiéndola dentro de una fosa séptica de escarnio y humillación. El trato justo para un apóstata. Para una escoria.

Las últimas palabras que había dirigido a su mujer fueron la orden de que se alejase cuanto pudiere de esa ciudad maldita. Su hijo ya había presenciado hartamente su doblegamiento y degradación como para no cultivar nunca ideas insurgentes. Ello resultaba más que suficiente; no era necesario en modo alguno que contemplase tan sangriento y bajo espectáculo como adicional lección para su justa formación en la sucia sociedad... mas, a pesar de todo esto, entretenía su mancillada mente manteniendo conversaciones imaginarias con su hijo ausente. Lo recreaba allí, en la escena del ajusticiamiento, en la escena del crimen, junto a su madre, observándolo con las tiernas esferas bajo sus pestañas, quizás sin comprender del todo acaso lo que allí sucedía. Lo imaginaba a su lado, mientras le susurraba dulcemente: “Observa; tienes qué. Observa cómo asesinan a tu padre, y aléjate de mis pasos. Ódiame por haberte conducido a ti y a tu madre a un destino tan aciago. Ódiame, desprecia mi imagen, aborrece mis recuerdos… Pero vive, vive a costa de mi sacrificio. Vive bajo la sombra del trono, y evita a toda costa asomar la mano fuera de la jaula que te mantiene bajo control… y a salvo. A salvo de ti mismo. A salvo de los que son como yo. A salvo del castigo del mundo. Vive, hijo, a costa de mi mansedumbre. Vive, hijo, gracias a mi muerte.”

El verdugo y su imponente figura bloqueaban los haces lumínicos del astro rey. Habría podido jurar que aquel genocida con licencia reía bajo la capucha escarlata, y esto le asqueaba de manera singular. El guardia que hasta allí lo había guiado se detuvo, dejándole ir sobre el entablado y apostándose junto a un compañero… o cómplice. El destino había llegado a su fin. Las puertas de la fortuna se cerraban de par en par, cercenándolo con atrocidad mientras transitaba a través de ellas. Las cadenas en manos y piernas apenas entorpecían su marcha directo a la muerte. La saña vertida por los espectadores incineraba su ser. El espanto helaba sus venas. La paz de su conciencia anestesiaba de antemano las cruentas heridas que se avecinaban. Y no se arrepentía de nada; estaba preparado para danzar con la parca.

El patíbulo lloraba.

Al levantar la vista, su mundo dio un nuevo vuelco. Escoltados por un guardia, su mujer y su hijo compartían la primera fila de la exhibición junto a los más retorcidos asistentes. Le resultaba imposible de procesar. No su hijo. No allí. Él era completamente inocente; no merecedor de una tortura similar a la suya. El rostro inundado en sorna del soldado que allí les retenía hizo hervir su sangre. El niño sujetaba el cálido brazo de su madre mientras ésta apreciaba horrorizada el epílogo de su amado. Sus dientes rechinaron con fiereza. Si el reino, si la humanidad se empecinaba en mantener su vileza aún a pesar de sus esfuerzos por aminorar, por apaciguar la voraz saña de ésta obsequiándole un hijo sumiso, entonces no merecía siquiera una pizca de acatamiento. No merecía su lealtad. No merecía la ofrenda de sus principios e ideales. No merecía ejecutar a alguien culpable. No merecía ejecutar a un… traidor.

Alzó la mirada, y el brillo en ella refulgía nuevamente… una última vez. La resolución había vuelto a su ser. Jamás habría deseado dejar como herencia a su hijo una existencia de sufrimiento y persecución.

Pero de ninguna manera le legaría al mundo un hijo esclavo.

Abrupto, ante la perplejidad de todos, se abalanzó con inverosímil presteza sobre el corpulento verdugo, el cual, con prodigiosa impasibilidad y aires de supremacía, sujetó con férreo tesón una filosa alabarda a su alcance e inmediatamente propinó un fiero embate contra el condenado. No obstante, y aún a pesar de las cadenas que le restringían, el hombre esquivó la acometida con una finta, y, haciendo inenarrable uso de su  aparentemente inhumana agilidad, arremetió contra la bestia desalmada, descargando una contundente embestida que le arrojó del cruel estrado, ante los ojos de un enardecido público. 

            Sin tiempo siquiera para jadear, se aproximó al borde de la plataforma. Observó el sol. Su luz no era amarilla, sino roja como las fauces del infierno. El firmamento se partía en dos, y de sus entresijos vomitaba señales apocalípticas. Observó a su esposa, y en su rostro bañado por amargas lágrimas, tropezó con el jardín del Edén. Observó a su hijo, inmutable, catatónico, y en sus ojos observó al Dios del cual tanto se hablaba en los exánimes templos de frío mármol. Sentía el movimiento de los guardias a sus espaldas, abalanzándose en su contra. Las puntas de sus picas despedazarían sus órganos en pocos momentos. El tiempo, siempre el maldito tiempo, hostigando, vapuleando. Pero poco importaba el tiempo; robaría algo de vida a la muerte para lograr lo inimaginable.

Este día él condenaría al mundo.

Las lágrimas en los hermosos ojos de su mujer brotaron como la lluvia carmesí que estalló en los orificios de entrada y salida a través de los cuales una jabalina atravesó su torso. El pulmón perforado restringía el grito que se acumulaba en su interior, preparándose para ser expulsado, pero el estentóreo estertor expelido segundos después parecía surgido más del alma que de la garganta, parecía estar compuesto más de espíritu que de aliento. El alarido resonaría en la médula misma de todos y cada uno de aquellos miserables espectadores congregados ante la desalmada ceremonia. Su niño observaba. Escuchaba. Agujereado, análogo al hombre de la mirada altiva, sería sin contemplaciones el corazón de los presentes tras el estremecimiento que asediaría sus tímpanos. Las sílabas se abalanzarían como cuchillos, rasgando la atmósfera y haciendo vibrar la plaza entera.

El patíbulo tremaba.

Una segunda lanza acompañada de un sonido sordo abrió su camino a través de los tensos músculos anquilosados del estoico sujeto. La disonancia ensordecedora de la masa enloquecida cesó de golpe. Ya nada oía. Las visiones de ángeles y demonios enzarzados en cruenta batalla bajo el fuego crepitante del sol fueron apagadas como por un soplido funesto que lo arrastró todo consigo. Ya nada veía. El punzante dolor que recorría cada fibra de su cuerpo, las agujas bajo su piel, el crepitar en sus extremidades, la corrosión del aire en sus ductos nasales, los estallidos dentro de su cráneo, todos se atenuaban hasta no dejar más tras de sí que un leve hormigueo agónico acompañado de un ingrávido murmullo acuático.

Ya nada sentía, y aún así su cuerpo detonaba, dando forma física al último remanente de vida que dentro de él se alojaba para luego desaparecer envuelto en un estampido de fuego y caótica vacuidad.

En una nube de sangre y rebeldía, de exaltación y dolor; en una explosión encarnizada de exacerbada voluntad, las últimas palabras de aquel hombre resonaron con estrépito fantasmal, calando a través de las arterias de la humanidad misma y arremetiendo contra la pérfida máquina judicial que le privaba de la existencia por el irónico motivo de haber defendido una causa justa.

El hombre, el padre, el acusado, muerto en vida, con su último aliento, bramó. El grito de protesta resonó como una maldición del inframundo. La gutural voz de la humanidad entera había encontrado salida, y resopló con el ímpetu reprimido de diez mil años. El mundo cayó de rodillas ante la frase final.

—¡YO NO SOY UN... TRAIDOR!

- Elohim Flores.

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