Postrado
en una inmunda celda (despreciable invención humana), y sumergiendo sus ásperos
dedos entre el mustio y deshilachado cabello que brotaba como un matorral
reseco de su cuero cabelludo mientras dejaba escapar un suspiro de resignación,
aguardaba parsimoniosamente su ejecución un hombre de rostro curtido por el
tiempo y las acometidas de la inclemente vida de un soldado al servicio de la
mitra y la corona. El temple que emanaba de sí no era indicio alguno de que no
le temiese a la muerte, no. Realmente le aterraba la mera idea del cese de su
existencia, el pensamiento de la agonía del alma en un posible más allá, y la
laceración mental que pronto atravesaría en negación de la insoportable tortura
física de la que sería víctima. El infierno terrenal abría las puertas a sus
nefastas entrañas para su desdichado espíritu, y pronto lo engulliría en un mar
de llamas y condena. El inhumano castigo era inminente, y golpearía sin
piedad...
"¿Pero es que acaso existe algún tipo de castigo siquiera ligeramente humano?", razonó con ironía el fatigado hombre.
"¿Pero es que acaso existe algún tipo de castigo siquiera ligeramente humano?", razonó con ironía el fatigado hombre.
Cavilando,
llegó a la conclusión de que quizás se lo merecía. Después de todo, era
culpable; así lo había confesado. Se le acusaba de traidor al reino, y como
tal, le esperaba un suplicio indecible, a plena luz del día, como lección y
espectáculo a la vez para el miserable populacho, ávido de vísceras y
sufrimiento del prójimo por igual. El pueblo necesitaba diversión; la exigía, y
era imperioso mantenerlo satisfecho. Se le acusaba de traidor, pues fue sorprendido
tras actuar como mensajero para uno de los últimos grupos remanentes de la
Orden, luego de haber difundido los planes de asalto y allanamiento discutidos
en el cuartel; planes que escuchó mientras efectuaba su registro matutino,
destinados a la captura de sus antiguos compañeros en su recién descubierto y muy
posiblemente postrer refugio. Se le acusaba de traidor a la corona, pero había
presenciado ya suficientes monstruosidades en la vida como para continuar traicionando
la impertérrita voz de su conciencia, así que decidió dar la espalda a los
decretos reales y asumir su responsabilidad como verdadero soldado. Había
jurado proteger con su vida, de ser necesario, todo aquello que se considerase sagrado
bajo el firmamento impoluto, y nada (ni aún el mismísimo Papa) se le hacía tan sacro
como la vida de otro hombre que había proclamado un juramento similar. Así,
pues, tomó una decisión: ningún semejante tenía por qué morir ese día.
La
celada fue infalible. Se había difundido ya en el cuartel el rumor de su nexo
con los Templarios supervivientes, y la confabulación entera había sido urdida
partiendo de dicha premisa. Deliberadamente se le permitió enterarse de la
falsa estratagema, y tras su presurosa partida rumbo al escondite de los ex caballeros
con la intención de alertarles (craso error), diversos hombres apostados con
antelación a lo largo de la senda que conducía a la fortaleza abandonada y
localizada ya tiempo atrás cumplieron el papel de testigos ante la flagrante
traición. Posteriormente, no hizo falta otra cosa que aguardar pacientemente
tras un recodo cercano la carreta en la que se ocultarían sin falta los
prófugos, ya prevenidos del supuesto allanamiento, en el momento de su fuga. De
este modo se evitaba una lucha armada, quizás una o dos bajas aliadas, y se
lograba además la captura adicional de un asqueroso traidor. No obstante, el
pobre burlado no fue capturado en el acto, no. Ese miserable hombre que había
decidido dar la espalda al cetro y a la cruz merecía un escarnio mucho peor,
mucho más… aleccionador. No podía permitírsele a la insubordinación esparcir
sus semillas en la población.
El
día posterior se hallaba inmerso en una calma inconclusa. El sol, el viento, la
tierra misma, todo parecía aprisionado en una idílica pintura de colores ocre. Su
querida mujer, la perla de sus ojos, arrancaba algunos hierbajos que afeaban el
umbral de sus humildes aposentos y su pequeño hijo, el mayor orgullo de su
existir, la razón de su vida, jugueteaba en el suelo con unos pequeños
soldaditos de madera que él mismo había tallado toscamente. Le encantaba
observarle acomodar los pequeños hombrecillos en fila, asignarles nombres
grotescos, y luego hacerlos saltar los unos contra los otros en impresionantes
batallas imaginarias. Amaba ver a su niño ridiculizar el atroz espectáculo de
la guerra en el polvoriento piso de su vivienda, personificando de manera
jocosa a uno y otro bando, dando inocentes matices a la refriega, y encarnando
los quiméricos generales de cada batallón fantasioso. No obstante, lo que menos
deseaba en este mundo era que su retoño siguiera los ominosos pasos de las
contrapartes reales de aquellas caricaturescas figurillas. Su hijo sería
cualquier cosa menos soldado; el despreciable reino jamás colocaría sus sucias
garras en su destino para amoldarlo en un remedo de su padre; no si podía
evitarlo.
El
día se convirtió súbitamente en noche al verse sumergido en una atmósfera de
untuosas tinieblas a los ojos del desdichado hombre. El canto de las aves
enmudeció, ahogado en un mar de consternación. El desconcierto entintó la luz
solar, y los colores parecieron morir a causa de un profano halo nacido de la
nada. Tres o cuatro hombres armados (la escena era ahora demasiado difusa como
para recordarlo con completa precisión) habían irrumpido en la casa, desgarrando
la casta armonía de su vida quizás no perfecta, pero definitivamente feliz.
Empujando a su mujer con ellos en su abrupta entrada y arrojándola sobre el
descuidado suelo, pisotearon brutalmente los figurines con los que jugaba su
niño y lo sometieron en el acto. No necesitaban explicar las razones de su
aprehensión; él ya las conocía de antemano, intuyendo en el acto lo realmente
acaecido el día anterior, y aunque así no hubiese sido, sus sentidos se hallaban
en extremo saturados por el desabrimiento ocasionado por el golpe de la
realidad como para poder atender a cualquier palabra proferida-- pese a esto, no
requirieron de motivo alguno aquellos detestables esbirros para expresarlas de todas manera y con
sobrada sorna. Aún sin su acero habría podido reducirlos con moderada
dificultad, o como mínimo se habría llevado a dos o tres consigo al purgatorio.
Pero Dios sabe que muchos más vendrían tras ellos cual puñado de langostas
desaforadas en pos de un buen montículo de cereal. Por los mil diablos, incluso
así no sería muy difícil escapar a otro distrito y posteriormente salir del
país; no con todos los contactos y conocidos de los que disponía... pero su
hijo observaba inundado en lágrimas toda aquella escena... su hijo observaba
atento, y no podía permitirse legarle un ejemplo de irreverencia que tarde o
temprano entraría en conflicto con intereses mucho más altos de lo que podía
concebirse. En ocasiones debes bajar la cabeza para evitar la soga de la que
podrías colgar si te atreves a clavar tu mirada en los ojos de la autoridad. Y
así, con más pena que gloria, fue encarcelado el hombre de los altos ideales.
Había pecado de triple traición: traición a su rey, traición involuntaria a sus
compañeros, traición última a sí mismo.
Así,
pues, la muerte no le causaba indiferencia, no, pero la paz le imbuía
irrefrenablemente, sobreponiéndose en ocasiones al terror. Sentía una insana tranquilidad al
pensar en las últimas acciones antes de su captura y en cómo con ellas redimía
a su hijo de todo futuro pecado contra el reino. El niño debía aprender con la
muerte de su padre a acarrear una vida dócil; sólo así la conservaría.
Las imágenes de su progenitor, encadenado y ultrajado, debían de permanecer
impresas en su mente durante toda la eternidad; de otro modo, su sumisión habría
sido en vano.
La
espera se diluía como las letras de un pergamino bajo la lluvia. No podría
haber asegurado si la tortura de aguardar su muerte era acaso menor que el
martirio posterior a ella, pero tenía la certeza de que la ejecución había
comenzado desde el mismísimo momento en que había sido arrojado dentro de los
cuatro muros fríos y desnudos que amenazaban con devorarlo de manera genuina.
El desasosiego mitigaba en ocasiones su serenidad, pero entonces dibujaba las
pupilas de sus mujer dentro de sus párpados, y, con los ojos cerrados, flotaba
en el eterno éter infinito de la oscuridad, entre la luz de los iris nacarados
de su esposa y la sima de la libertad abismal.
Fue
extraído de su ensimismamiento con hosquedad. El tintinear del manojo de llaves
del guardia hacía acto de presencia, y se le asemejaba al grajear de los
cuervos que devorarían su cadáver. La reluciente putrefacción en los dientes
del carcelero al dibujar una séptica sonrisa mientras abría las rejas que
apresaban al traidor arrojaba la burla de todo un sistema de gobierno contra el
indefenso ciudadano común.
El
patíbulo aguardaba.
Fue
conducido al cadalso como un indiscutible animal de circo. Era, después de
todo, lo normal. La plaza se hallaba repleta de ignorancia; desbordaba de ruindad
encarnada. El tumulto era considerablemente copioso, y los vilipendios humanos
recibieron a la ofrenda con aullidos de burla y vituperios. Parecíale a él ser
en realidad el espectador de un circo inverso.
Pero lo que pudiera o no pensar carecía de valor para esta insana sociedad.
El ominoso maderamen se hallaba ya dispuesto con todos los instrumentos necesarios para hacer del cruel espectáculo un evento mucho más inolvidable. La justicia se había olvidado del fuego "purificador" de momento, y parecía tener en mente para el ex soldado una pena mucho más… anatómica. Cada artificio de tortura que se presentaba a su vista contribuía de particular modo a la proliferación de los punzantes escalofríos que recorrían su columna vertebral. Sentía ya de antemano el crujir de sus huesos y el gotear de sus entrañas perforadas por alguna púa herrumbrosa. El castigo no sólo se limitaba al martirio físico, pues el miedo asediaba con iniquidad su psique, y las afrentas del infame público, no sólo limitadas a deseos de las peores de las muertes sino extendidas a inmundos objetos arrojados contra su persona, herían su alma, sumiéndola dentro de una fosa séptica de escarnio y humillación. El trato justo para un apóstata. Para una escoria.
Pero lo que pudiera o no pensar carecía de valor para esta insana sociedad.
El ominoso maderamen se hallaba ya dispuesto con todos los instrumentos necesarios para hacer del cruel espectáculo un evento mucho más inolvidable. La justicia se había olvidado del fuego "purificador" de momento, y parecía tener en mente para el ex soldado una pena mucho más… anatómica. Cada artificio de tortura que se presentaba a su vista contribuía de particular modo a la proliferación de los punzantes escalofríos que recorrían su columna vertebral. Sentía ya de antemano el crujir de sus huesos y el gotear de sus entrañas perforadas por alguna púa herrumbrosa. El castigo no sólo se limitaba al martirio físico, pues el miedo asediaba con iniquidad su psique, y las afrentas del infame público, no sólo limitadas a deseos de las peores de las muertes sino extendidas a inmundos objetos arrojados contra su persona, herían su alma, sumiéndola dentro de una fosa séptica de escarnio y humillación. El trato justo para un apóstata. Para una escoria.
Las
últimas palabras que había dirigido a su mujer fueron la orden de que se alejase
cuanto pudiere de esa ciudad maldita. Su hijo ya había presenciado hartamente su doblegamiento y degradación como para no cultivar nunca ideas
insurgentes. Ello resultaba más que suficiente; no era necesario en modo alguno
que contemplase tan sangriento y bajo espectáculo como adicional lección para
su justa formación en la sucia sociedad... mas, a pesar de todo esto, entretenía su mancillada
mente manteniendo conversaciones imaginarias con su hijo ausente. Lo recreaba
allí, en la escena del ajusticiamiento, en la escena del crimen, junto a su
madre, observándolo con las tiernas esferas bajo sus pestañas, quizás sin
comprender del todo acaso lo que allí sucedía. Lo imaginaba a su lado, mientras
le susurraba dulcemente: “Observa; tienes qué. Observa cómo asesinan a tu
padre, y aléjate de mis pasos. Ódiame por haberte conducido a ti y a tu madre a
un destino tan aciago. Ódiame, desprecia mi imagen, aborrece mis recuerdos…
Pero vive, vive a costa de mi sacrificio. Vive bajo la sombra del trono, y
evita a toda costa asomar la mano fuera de la jaula que te mantiene bajo
control… y a salvo. A salvo de ti mismo. A salvo de los que son como yo. A
salvo del castigo del mundo. Vive, hijo, a costa de mi mansedumbre. Vive, hijo,
gracias a mi muerte.”
El
verdugo y su imponente figura bloqueaban los haces lumínicos del astro rey.
Habría podido jurar que aquel genocida con licencia reía bajo la capucha
escarlata, y esto le asqueaba de manera singular. El guardia que hasta allí lo
había guiado se detuvo, dejándole ir sobre el entablado y apostándose junto a
un compañero… o cómplice. El destino había llegado a su fin. Las puertas de la
fortuna se cerraban de par en par, cercenándolo con atrocidad mientras
transitaba a través de ellas. Las cadenas en manos y piernas apenas entorpecían
su marcha directo a la muerte. La saña vertida por los espectadores incineraba
su ser. El espanto helaba sus venas. La paz de su conciencia anestesiaba de
antemano las cruentas heridas que se avecinaban. Y no se arrepentía de nada; estaba preparado para danzar con la parca.
El
patíbulo lloraba.
Al
levantar la vista, su mundo dio un nuevo vuelco. Escoltados por un guardia, su
mujer y su hijo compartían la primera fila de la exhibición junto a los más
retorcidos asistentes. Le resultaba imposible de procesar. No su hijo. No allí. Él era completamente
inocente; no merecedor de una tortura similar a la suya. El rostro inundado en
sorna del soldado que allí les retenía hizo hervir su sangre. El niño sujetaba el cálido brazo de su madre mientras ésta apreciaba horrorizada el epílogo de su amado. Sus dientes rechinaron con fiereza. Si el reino, si la humanidad se empecinaba en mantener su vileza aún a pesar de sus esfuerzos por
aminorar, por apaciguar la voraz saña de ésta obsequiándole un hijo sumiso, entonces no merecía
siquiera una pizca de acatamiento. No merecía su lealtad. No merecía la ofrenda
de sus principios e ideales. No merecía ejecutar a alguien culpable. No merecía ejecutar a un… traidor.
Alzó
la mirada, y el brillo en ella refulgía nuevamente… una última vez. La
resolución había vuelto a su ser. Jamás habría deseado dejar como herencia a su
hijo una existencia de sufrimiento y persecución.
Pero
de ninguna manera le legaría al mundo un hijo esclavo.
Abrupto,
ante la perplejidad de todos, se abalanzó con inverosímil presteza sobre el corpulento verdugo, el cual, con prodigiosa
impasibilidad y aires de supremacía, sujetó con férreo tesón una filosa
alabarda a su alcance e inmediatamente propinó un fiero embate contra el
condenado. No obstante, y aún a pesar de las cadenas que le restringían, el
hombre esquivó la acometida con una finta, y, haciendo inenarrable uso de
su aparentemente inhumana agilidad,
arremetió contra la bestia desalmada, descargando una contundente embestida que
le arrojó del cruel estrado, ante los ojos de un enardecido público.
Sin tiempo siquiera para jadear, se aproximó al borde de la plataforma. Observó el sol. Su luz no era amarilla, sino roja como las fauces del infierno. El firmamento se partía en dos, y de sus entresijos vomitaba señales apocalípticas. Observó a su esposa, y en su rostro bañado por amargas lágrimas, tropezó con el jardín del Edén. Observó a su hijo, inmutable, catatónico, y en sus ojos observó al Dios del cual tanto se hablaba en los exánimes templos de frío mármol. Sentía el movimiento de los guardias a sus espaldas, abalanzándose en su contra. Las puntas de sus picas despedazarían sus órganos en pocos momentos. El tiempo, siempre el maldito tiempo, hostigando, vapuleando. Pero poco importaba el tiempo; robaría algo de vida a la muerte para lograr lo inimaginable.
Sin tiempo siquiera para jadear, se aproximó al borde de la plataforma. Observó el sol. Su luz no era amarilla, sino roja como las fauces del infierno. El firmamento se partía en dos, y de sus entresijos vomitaba señales apocalípticas. Observó a su esposa, y en su rostro bañado por amargas lágrimas, tropezó con el jardín del Edén. Observó a su hijo, inmutable, catatónico, y en sus ojos observó al Dios del cual tanto se hablaba en los exánimes templos de frío mármol. Sentía el movimiento de los guardias a sus espaldas, abalanzándose en su contra. Las puntas de sus picas despedazarían sus órganos en pocos momentos. El tiempo, siempre el maldito tiempo, hostigando, vapuleando. Pero poco importaba el tiempo; robaría algo de vida a la muerte para lograr lo inimaginable.
Este
día él condenaría al mundo.
Las
lágrimas en los hermosos ojos de su mujer brotaron como la lluvia carmesí que
estalló en los orificios de entrada y salida a través de los cuales una
jabalina atravesó su torso. El pulmón perforado restringía el grito que se
acumulaba en su interior, preparándose para ser expulsado, pero el estentóreo
estertor expelido segundos después parecía surgido más del alma que de la
garganta, parecía estar compuesto más de espíritu que de aliento. El alarido
resonaría en la médula misma de todos y cada uno de aquellos miserables
espectadores congregados ante la desalmada ceremonia. Su niño observaba.
Escuchaba. Agujereado, análogo al hombre de la mirada altiva, sería sin contemplaciones el corazón de los presentes tras el estremecimiento que asediaría
sus tímpanos. Las sílabas se abalanzarían como cuchillos, rasgando la atmósfera
y haciendo vibrar la plaza entera.
El
patíbulo tremaba.
Una
segunda lanza acompañada de un sonido sordo abrió su camino a través de los tensos
músculos anquilosados del estoico sujeto. La disonancia ensordecedora de la
masa enloquecida cesó de golpe. Ya nada oía. Las visiones de ángeles y demonios
enzarzados en cruenta batalla bajo el fuego crepitante del sol fueron apagadas
como por un soplido funesto que lo arrastró todo consigo. Ya nada veía. El punzante
dolor que recorría cada fibra de su cuerpo, las agujas bajo su piel, el
crepitar en sus extremidades, la corrosión del aire en sus ductos nasales, los estallidos dentro de su cráneo, todos se atenuaban hasta no dejar más tras de
sí que un leve hormigueo agónico acompañado de un ingrávido murmullo acuático.
Ya
nada sentía, y aún así su cuerpo detonaba, dando forma física al último remanente de
vida que dentro de él se alojaba para luego desaparecer envuelto en un estampido de
fuego y caótica vacuidad.
En
una nube de sangre y rebeldía, de exaltación y dolor; en una explosión
encarnizada de exacerbada voluntad, las últimas palabras de aquel hombre
resonaron con estrépito fantasmal, calando a través de las arterias de la
humanidad misma y arremetiendo contra la pérfida máquina judicial que le
privaba de la existencia por el irónico motivo de haber defendido una causa
justa.
El
hombre, el padre, el acusado, muerto en vida, con su último aliento, bramó. El grito de
protesta resonó como una maldición del inframundo. La gutural voz de la
humanidad entera había encontrado salida, y resopló con el ímpetu reprimido de
diez mil años. El mundo cayó de rodillas ante la frase final.
—¡YO
NO SOY UN... TRAIDOR!
- Elohim Flores.
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