“El
hombre es por natura la bestia paradójica, un animal absurdo que necesita
lógica”. No por nada escribió Antonio Machado estos versos en sus “Proverbios y
Cantares”, en cuyas estrofas tendría más de una ocasión para cuestionarse sobre
los diversos aspectos de la vida y la existencia mismas. Tomando en
consideración la tendencia a la curiosidad compartida por tantas especies
animales, no es de extrañar que el hombre (incluyéndose entre ellas), muy
posiblemente desde antes de su abrupta evolución, demostrase una inherente
inclinación a la sorpresa; al asombro ante el mundo que incomprensible y en su
totalidad se mostraba a sus ojos. Es casi seguro aseverar que, como mecanismo
defensivo a lo desconocido, fue desarrollada la poderosa habilidad del
pensamiento, y, tal y como se empuña la educación para combatir la ignorancia,
el ser humano hizo uso del acto del pensar para combatir las sombras de lo que
hasta entonces le hostigaba con el azote de lo inexplicable.
El pensamiento traería paulatina e
ineludiblemente consigo un maremágnum de sistemas culturales y disciplinas que
serían desarrolladas y refinadas con el pasar del tiempo (mitologías,
religiones, ciencias), pero ninguna tendría un impacto más relevante y
contundente en la materia del pensamiento mismo que la filosofía. Aún milenios
antes de que se consolidase y estableciese como disciplina concreta y absoluta,
el hombre, sin notarlo, había hecho ya uso de ella. Junto a las interrogantes
externas llegarían estrechamente ligadas las internas, y mientras el ser humano
cuestionaba la causa de los fenómenos naturales que lo envolvían, también (de
manera involuntaria, quizás) comenzaría a razonar sobre tópicos un tanto más
profundos, concernientes a su calidad de ser y de estar; comenzaría a
preguntarse la razón de su existencia y el motivo ulterior por el que tenía el
privilegio de presenciar y maravillarse por cuanto a su alrededor acontecía.
¿Qué es, entonces, filosofar? ¿Cómo
poder describir una práctica existente aún antes de que “existiese” realmente?
La filosofía tuvo su origen no gracias a
un selecto grupo de hombres cultos de intelecto enriquecido y capacidad mental
superior, sino como consecuencia simple y directa de la naturaleza humana. El
hombre, dentro de su caótica presencia en el extraño mundo en el que se halla
sumergido, necesita tanto como el pez al agua de una significante porción de
lógica para dar orden al pandemónium de su existencia. Tan ligada a esa
existencia humana se encuentra esta práctica de la reflexión, que privar a un
hombre de ella sería equivalente a extraer los colmillos de un lobo y dejarle
morir de inanición. Un hombre sin criterio analítico cae presa fácil de la
férrea voluntad de cualquier otro que desee utilizarlo como herramienta para
sus fines, tan fácilmente como perece bajo las garras del invierno una
golondrina que se rehúsa a emigrar en el cambio de estaciones. He aquí la
inherencia entre hombre y pensamiento; la simbiosis hombre/filosofía que
permitiría no sólo el desarrollo de la especie humana ‘per se’, sino el de
civilizaciones enteras que darían especial lugar al arte, propiamente dicho, de
la filosofía; esta vez como disciplina en todo su derecho y esplendor.
Tenemos que filosofar es, pues, pensar,
razonar sobre el Ser, reflexionar sobre la existencia del todo y presenciar el
eterno debate entrópico entre hombre y naturaleza, vida y muerte, obra y
destrucción, orden y caos, paradigma e innovación, hasta alcanzar la delgada
línea en la que opuestos se convierten en iguales y coexisten como uno solo. La
filosofía, por lo tanto, se halla tan minuciosamente entretejida con el ser
humano, tanto en su esencia como en la de sus obras, que es menester encontrar
o descifrar el motivo, a todas luces irracional, por el cual ha estado siendo
dejada a un lado, olvidada por la sociedad en los tiempos actuales. Mientras el
hombre siga encontrando en el acto del pensamiento y la reflexión una supuesta
pérdida de tiempo, no podrá jamás encontrar la bifurcación que le aleje del
camino de la autodestrucción. Si el hombre concluye por remover la última
chispa impoluta de asombro que en él aún permanece, la existencia humana
seguirá cayendo en espiral hacia el estado de monotonía mental y espiritual en
la que la gran mayoría se encuentra ya. Si el hombre continúa rehuyendo del
debate intelectual al que invita diariamente su relación con la sociedad, jamás
podrá evitar ser arrastrado por la miserable máquina consumista que todo lo
engulle, que todo lo devora. Si el ser humano, en última instancia, se rehúsa a
filosofar y cierra las puertas al pensamiento crítico, a la reflexión
edificante, al análisis introspectivo del mundo, la vida y la existencia
mismas, bien podría rechazar también su epíteto de “humano” e intercambiarlo
por el de “autómata”, o bien por un
número de serie que pueda siempre asignársele a “uno más del montón”.
La vida es análoga a un largo
ferrocarril que recorre los rieles del universo, extendiéndose hasta
desaparecer en el ocaso del horizonte. Nosotros nos contamos entre los
innumerables y afortunados viajeros que en él transitan, directo a un destino
incierto; rumbo a una estación ignota. El dilema de esta existencia puede
resumirse muy fácilmente del siguiente modo: a nuestra vista, frente a nuestros
ojos y para deleite de nuestras pupilas se despliega el intermitente, colorido,
pasajero y magnífico panorama del mundo exterior. ¿Es posible acceder a él, más
allá de limitarnos a contemplarlo? Muchos dan por perdida esta posibilidad, y
deciden sumirse en el hermético mundo dentro del tren, enclaustrándose en una
crisálida que jamás eclosionará; entregándose al conformismo mental y
espiritual mientras falsamente se justifican tomando la distancia a todas luces
insalvable entre nosotros y ese hermoso paisaje como excusa a la existencia
gris que han decidido vivir. Algunos otros se preguntan: ¿Estamos realmente
condenados a morar dentro de estos exasperantes muros de hierro? ¿No hay manera
acaso de poder liberarnos de las cadenas que oprimen nuestra mente y alma, y
palpar a gusto el mundo que se ensancha, devorando ávido el vacío frente a
nosotros?
Un tercer grupo ha dado con la
respuesta: la hay, una manera; a través del pensamiento. La filosofía es la
llave del arca, el picaporte que brinda paso al exterior de los vagones que,
cual cavernas platónicas, nos recluyen del majestuoso e inverosímil más allá.
Volemos con el pensamiento y experimentemos aquello que excede nuestras
capacidades físicas, que sobrecarga nuestros sentidos mortales. Rehagamos el Universo una y otra vez, hasta alcanzar el estado de plenitud al que
innegablemente podemos llegar. “Creó de nada un mundo, y su obra terminada…”
concluye Machado en sus Proverbios, “«Ya estoy en el secreto —se dijo—, todo es
nada»”. ¿Del mundo que haremos de la nada concluiremos, tal como vaticinan los
Cantares de Machado, que todo conduce ineludiblemente de vuelta a la nada? La
respuesta está allí fuera de la ventanilla, esperándonos.
Recordemos que la vida no se resume a un
sistemático conjunto de funciones biológicas repetidas por toda la eternidad, sino
que a nuestro alcance se halla toda una miríada de posibilidades que ostentan
la capacidad de ampliar nuestras fronteras existenciales; y no hay mayor dicha
que vivir, pensando.
- Elohim Flores.
Entre enero y marzo de 2015
Editado: 04/16
Excelente. Naciste para esto. No descanses al escribir
ResponderEliminarRealmente muchísimas gracias por el comentario, en verdad es invaluable para mí.
Eliminar¡Un saludo!
Hoy lo recuerdo más que nunca, profesor. Jamás lo decepcionaré.
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